Peniley Ramírez Fernández.
En el último mes, la prensa
estadounidense ha publicado una serie de reportes sobre cuántas veces ha jugado
Trump al golf en sus nueve semanas en el cargo -13 veces en total- y cuánto le
ha costado esto a los contribuyentes de ese país.
Entre los gastos que la prensa ha
desglosado y exhibido, están los 1.5 millones en horas extras a los policías
locales que ha debido pagar el condado de Palm Beach, en Florida, durante los
viajes de fin de semana del presidente a su club Mar-a-Lago, además de 11
millones de gastos de avión y 24 mil dólares en rentas de carritos de golf para
los agentes del servicio secreto.
La prensa estadounidense ha
cuestionado e investigado también cuánto ha gastado el gobierno en los
traslados de la Primera Dama, Melania Trump, entre Nueva York, Washington y
Florida, la presencia de los familiares de Trump en la Casa Blanca, y cuánto
cuesta la seguridad de los hijos de Trump que no están involucrados con su
gobierno y se mantienen trabajando en los negocios inmobiliarios de su familia
en todo el mundo, protegidos por el Servicio Secreto.
¿Qué
sabemos en México sobre los frecuentes viajes de Peña Nieto a distintas playas
mexicanas, en especial a Punta Mita, en la Riviera de Nayarit, para practicar
el que también es su deporte favorito, el golf? Nada.
En México, el cerrado aparato gubernamental del peñismo ha mantenido oculto
cuánto cuesta la seguridad del Presidente y su familia, aun cuando están de
vacaciones, cuánto gastan en ropa, en maquillaje, en peinados de diseñador, en
viajes a Europa con los amigos de sus hijos, en las fiestas que se realizan en
Los Pinos. En el gobierno mexicano, no sabemos, por ejemplo, cuánto se gasta en
tequila, en llamadas telefónicas con cargo al erario, o mucho más simple, en
gasolina y sueldos para los miembros del Estado Mayor presidencial.
El
gusto por el golf no es lo único que Peña Nieto y Trump tienen en común. Quizá
el rasgo más distintivo que en realidad los une es el desprecio por la prensa
crítica, que en caso de Trump se ha manifestado como una confrontación
directa y en el de Peña Nieto como un sutil boicot a los periodistas críticos
que no son aceptados en las giras presidenciales, o a los medios que no reciben
–por mandato- pautas de publicidad oficial.
En
el caso mexicano, la más cruda expresión de este desprecio estuvo en el despido
de los periodistas que investigaron el caso de la Casa Blanca del presidente
mexicano y su esposa, Angélica Rivera.
En la prensa estadounidense, la
mayor crítica hacia aquella visita relámpago de Trump a la Ciudad de México
estuvo en que, por primera vez, el candidato republicano había sido visto como
“presidencial”, ya que había sido tratado prácticamente como un visitante de
Estado. El impulso de esta imagen significó, para algunos expertos, el cambio
que devino en que la balanza hacia Trump se inclinara, y lo sacara del bache en
su campaña, que entonces lucía como definitivo.
En esa visita Trump no sólo aprendió
que podía verse a sí mismo como un Presidente. También presenció, por primera vez en una posición internacional fuera
de los límites de Miss Universo, que un mandatario en funciones sí puede dar
una “conferencia de prensa” sin responder preguntas, y puede echarse encima a
todo un país con una decisión que solo a él –y a un muy reducido grupo de
colaboradores- les parece buena idea. Aunque no lo sea.
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