Jorge Javier Romero Vadillo.
La
discusión en torno a la participación de las fuerzas armadas en tareas de
seguridad pública y sobre las insistencia del gobierno, el Ejército, el PRI y
el PAN en crear una legislación de seguridad interior amenaza con salirse de
madre, debido al tono amenazante y polarizador que han adoptado algunos actores
respecto a los críticos de la militarización de facto que ha vivido el país
durante la última década y del peligro que se corre si se legisla para
regularizar una situación que de suyo es irregular, en el filo mismo de la
inconstitucionalidad.
Más
que rebatir los argumentos de manera puntual, la andanada de la mayoría de
plumíferos a sueldo contra los críticos de una política pública que la
evidencia disponible muestra como fallida se ha centrado en mostrarlos como
enemigos del Ejército, detractores
de un cuerpo heroico y sacrificado que merece lealtad más allá de la razón por
su patriotismo. Cualquier cuestionamiento sobre violaciones a los derechos
humanos o actuaciones no apegadas a derecho cometidas por individuos concretos
es considerada una afrenta contra todas las fuerzas armadas, como si estas no
fueran parte del Estado mexicano, con todas sus contrahechuras y defectos; como
si no fueran los militares servidores públicos obligados a rendir cuentas por
el mero hecho de que en su tarea ponen en riesgo su vida.
Esta
descalificación maniquea, donde las patrióticas fuerzas armadas resultan
ofendidas por unos cuasi traidores a la patria que las quieren desprestigiar,
es entendible en propagandistas vulgarizadores de las grandes discusiones
nacionales. Sin embargo resulta
escandalosa cuando la asume el jefe de un Estado pretendidamente democrático y
de derecho donde la deliberación pública no solo debe ser admitida, sino que
debe ser la base de la toma de decisiones de política sustentadas en la evidencia
y la evaluación de objetivos y resultados.
Que
el Presidente de la República aborde el debate desde la demagogia y la
descalificación genérica resulta aberrante, en primer lugar porque elude la
responsabilidad que le corresponde por haber continuado una política que
utiliza a las fuerzas armadas en tareas para las que ni están facultadas
constitucionalmente ni están específicamente capacitadas.
La
discusión abierta por las iniciativas de ley de seguridad interior es,
principalmente, sobre la fallida política de seguridad del gobierno de Peña
Nieto, más que sobre las actuaciones concretas de las fuerzas armadas que, a
final de cuentas, no hacen otra cosa que responder a las órdenes de su jefe
supremo. Si bien en un régimen democrático ni el Ejército ni la Marina
pueden ser eximidos de la crítica social de su actuar y sin duda sus
integrantes deben responder por sus actuaciones ilegales como cualquier
servidor público, en este caso el
responsable del desastre de seguridad y violencia en el que está metido el país
es el Presidente de la República.
Las declaraciones presidenciales
chirrían aún más cuando se enmarcan en la campaña propagandística con la que ha
respondido el gobierno a los cuestionamientos sobre la idoneidad del despliegue
militar para frenar la ola de violencia e inseguridad y en la que se ha
embarcado hasta el secretario de Salud. De pronto, con una insistencia incomprensible en un país que no enfrenta una
guerra exterior, a mañana tarde y noche en la radio se escuchan anuncios
que enaltecen la noble labor de los soldados y marinos; si se va al cine no se
escapa uno de la correspondiente arenga fílmica sobre el patriotismo militar. Si, como dicen los defensores de la
militarización, las fuerzas armadas son de las instituciones mejor valoradas
por la población, ¿a qué viene este despliegue de propaganda? Es una muy mala
costumbre mexicana eso de usar recursos públicos para restregarnos en la cara
que los funcionarios han hecho precisamente aquello que es su obligación y para
lo que se les paga con los impuestos de los ciudadanos. Pero cuando se
adula tanto a las fuerzas armadas en una situación como la que vive México hoy no queda más que la suspicacia: o el
gobierno se siente culpable y quiere congraciarse con los militares molestos o
se quiere legitimar al ejército como salvador de la patria con alguna intención
aviesa.
Es
irresponsable poner el debate actual, como lo ha hecho Peña, como una
confrontación entre los enemigos y detractores del Ejército y los patriotas que
se ponen el uniforme nacional.
Nadie niega la importancia de las
fuerzas armadas para la existencia misma del Estado. Una cosa muy distinta es
llamar la atención sobre la necesidad de redefinir su papel en una democracia
constitucional como la que se supone que todos aspiramos a construir.
Mal
están las cosas en el país cuando el Presidente de la República descalifica un
debate en términos maniqueos y lo simplifica hasta la caricatura. Lo que
está en juego es la reconstrucción del Estado para acabar de superar de una buena vez el arreglo autoritario de la
época clásica del régimen del PRI, cuando la reducción de la violencia se
lograba con base en la negociación de la desobediencia y la seguridad relativa
se obtenía comprando protecciones particulares a los agentes estatales. Ese arreglo
se ha colapsado y no debe ser sustituido en el mediano plazo por el control
territorial basado en el despliegue militar. Es indispensable reconstruir al
Estado con base en una seria profesionalización del servicio público, que acabe
con el sistema de botín al que están acostumbrados los políticos mexicanos y
que ponga al buen desempeño, el mérito y la rendición de cuentas como los
criterios básicos de evaluación. Y para empezar, esos criterios deben ponerse
como base para la construcción de las policías, en lugar de utilizar un término
tan ambiguo y confuso como el de seguridad interior en leyes que bien pueden servir de pretexto para seguir aplazando la
necesaria reforma integral de los cuerpos civiles de seguridad. La
discusión es perfectamente legítima, como no lo es, en cambio, la crítica
desaforada de Peña Nieto.
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