Gustavo De
la Rosa.
Nuestra
generación, los nacidos inmediatamente después de la Segunda Guerra (nací seis
meses después del estallido de la bomba atómica) y que vivimos en zonas
agrícolas con grandes limitaciones y escasa infraestructura urbana, hemos
disfrutado de una vida que nos proporcionó una patria que llevamos hundida en
nuestra alma, tal vez gracias a la música de Tata Nacho, Jorge Negrete y Luis
Pérez Meza, que cantaron tanto del orgullo mexicano que nos lo creímos a pie
juntillas.
Nosotros
venimos de casas sin drenaje, escusados de hoyo que se cubrían con cal cada
semana y agua traída desde el pozo del pueblo; lámparas de petróleo nos daban
luz por la noche, aunque primero debíamos recortar el carbón de la mecha,
limpiar la bombilla y cargar su depósito con un oloroso combustible, y teníamos
radio de baterías, si es que lo teníamos. En estas circunstancias, algunos
virus nos acompañaban desde la infancia.
El sarampión
era tan común que las madres buscaban que nos contagiáramos siendo niños de
preprimaria porque así, según su experiencia, era más benigno; de igual forma
enfrentaban la tos ferina y la viruela loca, aunque sí se consideraba necesaria
la vacuna contra la viruela negra y temían a la poliomielitis, que dejaba
graves secuelas e invalidaba a los niños de sus piernas.
En 1957
apareció la vacuna Salk, seguida por una gran diversidad de vacunas
preventivas, pero todavía en las décadas de los 60 y 70 las personas morían de
diarreas en verano y de pulmonía o intoxicados por el monóxido de los
calentones de petróleo o gas en invierno; las alergias se convertían en
resfrío, luego en gripe que evolucionaba a bronquitis y algunas veces hasta en
una neumonía que se llevaba a la tumba a sus víctimas, y esto era frecuente en
niños pobres o en viejos debilitados por la edad y las malas condiciones de
vida.
Sin embargo,
yo veía a mi padre partir al trabajo todos los días, y a mis hermanas y
hermanos también cuando llegaron a su edad laboral; aunque en ocasiones había
alarmas por enfermedades, la gente sólo se recogía unos días y pronto seguía
trabajando, impulsando la economía; sí, la vida era difícil, pero nunca tan
aterrorizante como ahora.
Hoy, en
2020, tenemos drenaje, agua corriente, gas entubado, una televisión de pantalla
plana en nuestras tres habitaciones, vivimos rodeados de calles pavimentadas
(aunque algunas volvieron a ser de terracería con las lluvias recientes) y
todos en la familia poseemos grados académicos importantes pero vivimos
encerrados, aunque no sólo por estos últimos días de emergencia sino desde
2008. En esta frontera, simplemente en estos tres meses, han sido asesinadas
375 personas, la mayoría en la vía pública y algunas vinculadas al mercadeo de
drogas.
En tales
circunstancias de violencia generalizada se presenta la crisis del coronavirus;
con los primeros cuatro casos registrados y contemplando que pronto se
dispararán los contagios y ocasionarán una crisis de salud local, se nos pide
permanecer en casa; aunque ya lo hacemos, hay datos que nos permiten observar
tendencias y determinar las áreas de mayor riesgo, y así como la poliomielitis
de nuestra niñez se ensañaba con los niños, podemos decir que este virus la
trae contra nosotros los viejos, pues el porcentaje de fallecimientos en
mayores de 70 años es del 85 por ciento.
En estos
momentos lo más importante para la sociedad es proteger la salud colectiva,
pero la inactividad generalizada no puede durar mucho tiempo, pues pronto se
acabarán las mercancías producidas en el mundo ya que el cierre y suspensión de
trabajos viene de arriba hacia abajo; sólo aquí, en una ciudad industrial con
cerca de 400 mil empleados y a una semana del encierro, ya se ha detenido el
trabajo en el 30 por ciento de las empresas, y falta lo más difícil: la cumbre
de los contagios.
Aunque estoy
convencido que esta ciudad no puede doblarse ante un microscópico virus, los
cuatro casos registrados seguramente van a aumentar en las próximas dos
semanas, superando a los servicios de salud como los homicidios superaron a las
instituciones de procuración de justicia, y es que instituciones programadas
para funcionar al límite de la normalidad se acaban por colapsar cuando llegan
las crisis (afortunadamente en esta guerra, los virus no son capaces de
corromper al personal hospitalario).
Una vez
pasada la emergencia, dentro de semanas o meses, poco a poco volverá la calma y
deberá recuperarse la economía, para entonces ya profundamente afectada; se
tendrán que reconstruir las cadenas de producción y comercialización de bienes
y mercancías, y tal vez tenga que revivir el mercado interno del país. Por eso
son tan complicadas las decisiones que toman los responsables de la nación: si
aflojan las medidas de prevención se desata la epidemia, pero si aprietan
demasiado desactivan las actividades productivas y comerciales, las madres que
abrazan tan fuerte que asfixian.
Si de algo
soy enemigo es de dar consejos y decir cómo deben decidir los que gobiernan,
aunque en esta ocasión tampoco lo haré, sólo quiero advertir que los efectos en
la salud de los jóvenes son menos incapacitantes e impactantes, y que puede ser
que esta ocasión, nos toque a los viejos.
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