Julio Astillero.
En medio de
la presión interna y externa para que tomara decisiones fuertes y rápidas en
materia de aislamiento social, el presidente de la República optó por un camino
de dosificación de la angustia colectiva y de retardamiento de la confrontación
de la difícil realidad médica del país con la inevitable irrupción progresiva
de casos graves o críticos.
Hasta ahora,
a pesar de los cuadros altamente preocupantes que se viven en otros países,
México se mantiene en una posición relativamente menos afligida, aunque ya con
una suspensión de actividades públicas y privadas que está impactando con
fuerza los índices económicos en su nivel superestructural y, sobre todo, en el
muy amplio entorno de las actividades informales y de los grupos
socioeconómicos más vulnerables.
La postura
de la presidencia de México, endosada declarativamente a la Secretaría de Salud
y al subsecretario vocero, Hugo López-Gatell, ha generado desasosiego en
ciertos ámbitos y ha dado pie al desarrollo de una clara campaña de crítica que
apuesta al fracaso de las políticas planteadas desde Palacio Nacional en este
tema del coronavirus, en una operación calculada en función de que el número de
contagios y muertes sea notablemente mayor a lo que el ritmo y la visión del
gobierno federal ha impuesto.
En
particular, se acusa a la administración andresina de ocultar el problema real,
mediante una especie de registro alterno en el que casos de coronavirus
estarían siendo anotados de otra manera. Y, desde luego, el señalamiento de que
el gobierno federal estaría llegando demasiado tarde a la toma de ciertas
decisiones restrictivas que ni siquiera corresponden al paquete asumido en
otras latitudes, particularmente por cuanto al cierre de aeropuertos a vuelos
provenientes del extranjero y a la limitación de la movili-dad social.
En el fondo
del disenso mexicano está un enfoque político e ideológico que tiene
consecuencias políticas y electorales. El enorme caudal de votos recibidos por
Andrés Manuel López Obrador en 2018 y el incesante activismo de éste para
mantener vigentes y en alerta a sus bases de apoyo no resultan suficientes para
sostener un poder presidencial que a pesar de su resplandor escénico y sus
amplias facultades legales y extralegales depende del equilibrio y el
asentimiento que le brinden los aparentemente inextinguibles factores de élite
que siguen condicionando la política y la economía.
La más
importante oportunidad de erosionar en términos hasta derogatorios al poder
obradorista ha llegado a esas élites en el marco de un largo forcejeo, sobre
todo con la rama empresarial, muy ofendida y con gran vocación revanchista por
casos como el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (cancelado), los
proyectos estratégicos del sur mexicano (el Tren Maya y la refinería de Dos
Bocas, sobre todo) y la negativa del político tabasqueño a repetir modelos de
salvamento a los grandes capitales como sucedió con el Fobaproa y con fórmulas
fiscales de descuentos, exenciones, perdones y estímulos.
López
Obrador, por ello y con la vista puesta en las elecciones intermedias de 2021,
y en el experimento de consulta para revocar o no el mandato presidencial, ha
mantenido y mantiene un enfoque del problema del coronavirus que busca no
lesionar a los segmentos populares. El aislacionismo, como tal, se abstrae de
las condiciones socioeconómicas dispares de un país y, en el caso de México,
empuja a los sectores populares a agravar sus de por sí críticas condiciones
cotidianas de supervivencia. En ese terreno minado y muy partidizado se
procesan las decisiones de un Poder Ejecutivo puesto en la mira política por
sus adversarios, ya un tanto desesperados, y la necesidad técnica y médica de
cumplir con las medidas de contención y previsión que las circunstancias
exigen.
Y, mientras
las fuerzas federales de Argentina han detenido a 6 mil 100 personas por no
cumplir con la cuarentena obligatoria, se han incautado casi mil vehículos y se
ha hecho volver a casa a unas 200 mil personas, (https://bit.ly/2ydAmTl).
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