Jorge Javier
Romero Vadillo.
Este es un
país que antes de la epidemia viral vivía ya sumido en la epidemia social de la
violencia desmedida, sobre la que también se han propagado prejuicios y
desprecio por la evidencia a la hora de enfrentarla. El llamado populismo penal
ha dominado el enfoque con el que los políticos de todas las filiaciones han
tratado de responder a la alarma social por la ola homicida y la inseguridad.
Frente a la ola de protestas de las mujeres contra el feminicidio y la
violencia de género, por ejemplo, enseguida han proliferado los llamados a
aumentar las penas. Al principio de la actual Legislatura se amplió el catálogo
de delitos que merecen prisión preventiva de oficio, sin comprensión del valor
de la presunción de inocencia, para volver de lleno a un arreglo en el que el
Ministerio Público determina la culpabilidad de los indiciados con su
encarcelamiento automático. De ahí que la población carcelaria de México sea
desproporcionadamente alta respecto a la capacidad instalada para atenderla.
Las cárceles
mexicanas, como las de todos los países de América Latina, son lugares donde no
solo se materializa la exclusión social, sino también la deshumanización de
presuntos delincuentes y sentenciados por igual. Lugares hacinados al extremo
de que, para poder dormir en una celda atiborrada, los presos se tienen que
amarrar a los barrotes, y yacer guindados. De las más de 200 mil personas
privadas de la libertad en las cárceles federales y locales, el 46 por ciento
comparte celda con más de cinco personas, aunque esta cifra llega a ser mucho
mayor en algunos casos, como el del Estado de México, donde el 37 por ciento de
los reclusos comparte celda con más de 15. El 30 por ciento de los reclusos no
tienen agua corriente en su celda y en las cárceles estatales y municipales
sólo algo más del 7 por ciento de los internos recibe productos y artículos de
aseo personal por parte de las autoridades, con lo que dependen de sus
familiares para acceder al jabón, a la pasta y a los cepillos de dientes o al
papel sanitario.
Pero,
además, resulta que casi el 40 por ciento de quienes viven en esas condiciones
no son reos sentenciados, sino presuntos culpables, a los que no se les
reconoce el derecho a defender su inocencia en libertad debido a un sistema de
procuración e impartición de justicia ineficiente, discriminatorio con los más
pobres y corrupto. Los centros penitenciarios, lo mismo que los reclusorios
preventivos en México, son espacios de violación sistemática de los derechos
humanos, mientras la mayoría de la sociedad no se da por enterada o considera
que quienes viven en esas circunstancias de abuso e insalubridad se lo merecen
porque seguro la deben.
Como en
otros lugares del mundo, donde las condiciones de encarcelamiento son iguales o
peores, las personas en reclusión comienzan a protestar por la amenaza que
representa la epidemia actual para su supervivencia. Hace unos días, las
mujeres en reclusión del Centro Femenil de Santa Marta Acatitla denunciaban que
no tenían agua. En todas las prisiones, el clima de angustia es creciente por
lo que puede venir. ¿Qué “sana distancia” puede existir donde se apretujan
veinte personas en 25 m²? ¿Cómo se podrán lavar frecuentemente las manos
quienes tienen que acarrear agua a su celda y no tendrán jabón porque los
familiares que lo preveían ya no podrán visitarlos por la cuarentena?
Frente a la
emergencia, la respuesta de las autoridades ha sido que emprenderán tareas de
limpieza y desinfección en los centros. Sin embargo, esto es insuficiente. El
riesgo de propagación de la epidemia es muy grande entre una población que,
además, tendrá mucho menos posibilidades de acceder a una atención médica que
salve vidas. El riesgo es que la plaga se cebe con los olvidados, aquellos a
los que hemos expulsado de la comunidad, muchas veces con poca razón, como es
el caso de las personas encarceladas por pequeños delitos de drogas no
violentos, muchas de ellas mujeres.
Le epidemia
obliga a tomar medidas humanitarias que, además, pueden servir como punto de
partida para que la sociedad mexicana comience a considerar la prisión de una
manera distinta, no como un instrumento de venganza, sino como una herramienta
para la protección de la sociedad y, de acuerdo con lo mandado por la
Constitución, como una vía de readaptación y reinserción social. Las personas
sometidas a proceso solo deberían estar en prisión en casos excepcionales, de
especial riesgo.
Los
gobiernos, tanto el federal como los estatales, deberían aprovechar la
circunstancia de urgencia para comenzar a cambiar su enfoque sobre el uso de la
prisión. Por ejemplo, echar a andar una política de no detención de personas
por delitos no violentos, como son el transporte y posesión de sustancias
ilícitas o los arrestos por faltas administrativas y usar medidas cautelares
distintas al encarcelamiento, como establece la Constitución. También deberían
liberar a las mujeres presas por delitos no graves o sin violencia, con lo que
únicamente se adelantarían a la Ley de Amnistía que se está en proceso
legislativo. También debería excarcelar a los adultos mayores y a aquellas que
están en alto riesgo de contraer el virus de la epidemia, como las embarazadas,
quienes padecen diabetes, hipertensión o VIH. Además, deberían usar el momento
para impulsar medidas de saneamiento de los penales y para garantizar el
derecho a la salud de quienes están encarcelados.
No hago aquí
otra cosa que reproducir las medidas solicitadas por un conjunto de
organizaciones civiles defensoras de los derechos humanos. Se trata de
reconocer como personas a quienes han delinquido, pero que no por ello han
dejado de ser humanas. Medidas del mismo tipo deberían adoptarse en los centros
de detención de migrantes y en los centros de refugiados, donde las condiciones
sanitarias también son precarias y el riesgo de expansión de la epidemia por
hacinamiento es alto. En estas circunstancias, los más vulnerables deben ser
protegidos con mayor esfuerzo, aunque haya gobernantes estultos, como el de
Puebla, que crean que esta es una epidemia de privilegiados.
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