Salvador
Camarena.
Para Joaquín
y Bárbara.
Si bien los
que andamos cincuenteando tenemos sobradas razones para echar pestes de que,
una vez más, padeceremos otra crisis económica, carecemos sin embargo del
derecho al protagonismo en esta hora oscura para México. Los que deberían ser,
en toda forma, objeto de atención y cuidado plenos son nuestros viejos. Se los
debemos.
El Covid-19
cebará la mayor parte de su daño en los nacidos en los años de la Segunda
Guerra Mundial o inmediatos posteriores. Gente que casi tres cuartas partes de
su vida padeció el peor autoritarismo priista (aunque suene redundante),
personas que protagonizaron discretas luchas cívicas y democráticas que hoy
nadie les reconoce.
Son los
mexicanos de la mitad del siglo pasado. En términos generales, ciudadanos que
lograron la nada desdeñable proeza de hacer que sus hijes tuvieran mejor
instrucción y un entorno más parejo –si bien imperfecto– de derechos y
oportunidades del que ellos heredaron de sus padres.
En el ocaso
de sus vidas México padecerá una nueva crisis económica. Pero antes incluso de
pensar en cómo proteger a los adultos mayores del embate financiero, resulta
urgente poner el foco en lo que podamos hacer para que el coronavirus no cobre
vidas, innecesariamente, entre aquellos que llegan con las defensas más
desgastadas por la edad o el esfuerzo de una vida de trabajo.
Nuestros
viejos primero. Esa debiera ser la divisa. Generar desde ahora estrategias para
ponerlos a resguardo: sacarlos de la calle a los que estén en esa situación;
definir y socializar protocolos efectivos para los que vivan con su familia (o
su familia con ellos): si los hijos o los nietos no pueden quedarse a trabajar
en casa serán, tristemente, factor de riesgo al regresar cada noche al hogar
multifamiliar; ubicarlos en todos los espacios públicos y privados de retiro
para que se pongan inmediatamente obstáculos a la entrada del coronavirus en
los asilos; localizar a los que vivan solos, desatendidos pero independientes,
para que durante el encierro que nos estaremos dando no queden doblemente
expuestos: a nuestra indolencia, y a verse forzados a valerse por sí mismos en
un entorno donde habrán de escasear opciones para comprar la despensa o
surtirse medicamentos…
Y para los
viejos que tienen que trabajar diario para sobrevivir, al menos para ellos,
México sí debiera tener capacidad de formular un apoyo económico sustantivo, que
les haga flotar en esta crisis que podría durar demasiados meses. De no hacerlo
así, los expondremos a un bicho que los diezmará en cuestión de días. Si a
nuestro país –gobierno y sociedad– no le alcanza para salvar a estos viejos,
entonces somos una desgracia de nación.
Niños,
embarazadas y viejos primero… que sea el grito en cada multifamiliar, en cada
cuadra, en cada colonia. Que cerrar nuestra puerta para cuidarnos en estas
semanas no se traduzca en falta de humanidad.
En México
hay 16 millones de adultos mayores de 60 años (Inegi, 2019). Muchos de ellos no
pueden defenderse solos de la avalancha de muerte que empieza a tocar nuestras
ciudades. Pero aún hay tiempo para intentar salvarlos.
Una de las
sensaciones más amargas de estas semanas es no poder abrazar a nuestros padres,
a nuestras tías, a nuestros amigos que tienen una edad en donde nuestro
contacto podría significarles un riesgo mortal.
Mitiguemos
esa tristeza con un esfuerzo por tratar de salvar a todos los viejos por igual.
Si ha de primar algo en la estrategia nacional, que sea eso. Si ponemos a los
viejos por sobre todo, y lo hacemos bien, igual y de paso nos salvamos a los
demás.
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