Jorge Zepeda
Patterson.
Morirse de
algo que no sea el coronavirus parece casi de mala educación, dice un tuitero
en España (Alberto González Vázquez) y no anda errado. Ahora mismo al
anunciarse la muerte de una celebridad, algo de glamour pierde cuando se añade
que sucumbió por razones ajenas al COVID-19. Ironías aparte, el tuit entraña
una reflexión de fondo. Los mexicanos se siguen asesinando a razón de 90 por
día y las enfermedades vinculadas a la insalubridad se llevan a miles cada 24
horas en el mundo, pero esas “minucias” han dejado de contar en las noticias,
no inquietan a la opinión pública y hace mucho que cesaron de incomodar a la
conciencia moral de Occidente. ¿Quién escucha cuando nos dicen que cada año más
de 200 mil niños mueren de diarrea viral porque no tienen agua potable?,
pregunta el filósofo Markus Gabriel, ¿por qué nadie se interesa por esos niños?
Entre otras razones porque esos niños no mueren en Europa. Han fallecido 20 mil
personas en el Primer Mundo por el coronavirus y no hay manera de desestimar el
daño. El dolor que la repentina pérdida deja entre familia y amigos es
inconmensurable. Y desde luego, no solo preocupa la magnitud de la tragedia
sino el corolario, que podría culminar en millones de víctimas. Las grandes
potencias están en su derecho de hacer todo lo posible a su alcance para
intentar detener la pandemia.
Solo habría
que estar conscientes de que la medicina que han decidido auto administrarse
irradiará calamidades impredecibles para el resto del mundo. La decisión
radical de los países europeos y ahora Estados Unidos de cerrar sus economías a
cal y canto provocará una debacle económica de proporciones inéditas. Para esos
países se traducirá en una depresión que les llevará un buen rato compensar.
Aunque eventualmente lo harán. Pero otros no. El tema para los países pobres es
que la pandemia habrá de agregarse a jinetes del Apocalipsis que ya habían
llegado antes y las medidas que ahora se han tomado unilateralmente no harán
sino empeorarlo.
Solo para
poner las cosas en perspectiva: la diabetes mata a 1.6 millones de personas
cada año, el cáncer en las vías respiratorias otros 1.7 millones y las
enfermedades diarréicas 1.4 millones, según la Organización Mundial de la Salud
(cifras de 2016). El año pasado murieron de gripe medio millón de personas.
La mitad de
las muertes en el hemisferio sur, es decir decenas de millones de personas cada
año, obedece a causas vinculadas a la pobreza (desnutrición, insalubridad,
tuberculosis, enfermedades trasmisibles). En los países ricos este tipo de
padecimientos solo causan 7 por ciento de las defunciones, señala el mismo
reporte de la OMS. El parón en seco de la economía en las metrópolis será un
tsunami que provocará devastadoras olas sobre la precaria situación de miles de
millones de personas en el planeta. O como ha dicho el Primer Ministro
paquistaní, si cerramos las ciudades los salvamos del coronavirus pero los
matamos de hambre. O, en otras palabras, habría que cuidar que no termine
matando a los que no infecte.
Los jefes de
Estado de las potencias actuaron en función directa de sus intereses
electorales, desesperados por ser percibidos como los más responsables de
proteger de manera inmediata a sus ciudadanos. Lo más urgente era tomar
decisiones, después se vería el impacto que estas decisiones tendrían para sus
propios gobernados al mediano plazo. Pero lo más grave es que decidió, cada
cual, apertrecharse en su propia casa. Nadie vio por el vecindario, ni siquiera
dentro del barrio mismo de vecinos ricos, mucho menos contemplaron lo que sus
decisiones terminarán provocando en África, Asia y América Latina. Uganda, cita
The Economist, tiene más ministros de Estado que camas de cuidado
intensivo. Ahora mismo las potencias
compiten para arrebatarse entre sí los respiradores y las mascarillas que
pueden arañar en el mercado mundial. Tendrían que haber intentado una acción
coordinada para producir lo más urgente para todos, de acuerdo a las ventajas
comparativas de cada planta industrial y en función de las necesidades
planetarias. La pandemia es mundial, la defensa también tendría que serlo.
Lejos de ello, muchos de estos países han impuesto regulaciones para impedir la
exportación de equipo médico a otras naciones durante la crisis.
El problema
es que vivimos tiempos planetarios, no nacionales. El virus mismo es un
fenómeno global y una frontera tras otra ha sido inservible para contenerlo. La
miseria a la que puede condenarse a la otra mitad de la población, las
hambrunas, las enfermedades, la inestabilidad política, las inevitables
emigraciones y los campos de refugiados, no pasan por su mente, aunque pasarán
por su porvenir. Los árabes y subsaharianos que hoy habitan los barrios bravos
de París, Londres o Marsella son hijos del colonialismo. La violencia y la
disolución social que aqueja a Europa abreva en lo que las metrópolis hicieron
hace 200 años en las tierras que espoliaron. Y eso era antes de la
globalización.
Hoy intentan
salvarse solos, aunque para hacerlo tengan que ignorar lo que sus acciones
provocarán en las economías desprotegidas. Durante décadas la globalización
convenció a los países pobres de la necesidad de abrir sus mercados y sus
tierras porque lo de hoy era la interdependencia. Ahora rompen unilateralmente
las cadenas productivas mundiales a la voz de un “sálvese quien pueda”.
Para su desgracia
la globalización no es un switch que pueda conectarse y desconectarse a
voluntad. Los países ricos se han contado una ficción a sí mismos, pretendiendo
vivir en un mundo que ya no existe. Cada nación ya no es una casa sino el
camarote de un buque llamado Tierra. Un virus gestado en un mercado de Wuhan
corre por las venas de Boris Johnson en el 10 de Downing Street en Londres.
Esto no es más que el principio.
En las
próximas semanas México tendrá que tomar decisiones claves. AMLO ha argumentado
ante el G20 la necesidad de hacer algo que contemple también a los que menos
tienen. Ojalá pueda ser entendido por los que más tienen, dentro y fuera de
México.
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