Pablo Gómez.
No existe evidencia que pudiera llevar a
presumir que la visita de un jefe de gobierno extranjero a la Casa Blanca haya
influido alguna vez en la elección presidencial en los Estados Unidos. Esa
discusión, por tanto, carece de sentido. En realidad, es enteramente
especulativa.
La visita
de Andrés Manuel López Obrador a Donald Trump podría ser parte de una relación
normal entre los jefes de gobierno de ambos países. No se mira así por las
características del actual presidente de Estados Unidos. Sin embargo, algo anda
mal en esa forma de observar la situación.
A pesar del
discurso antimigrante y antimexicano de Trump, el actual gobierno
estadunidense ha deportado menos mexicanos que Barack Obama durante los dos
peores años de la administración de éste, quizá debido a la creciente falta
de cooperación de muchos gobiernos locales en las cacerías de migrantes sin
visa. El muro fronterizo que fue construido pacientemente durante anteriores
gobiernos demócratas y republicanos, bajo Trump sólo ha crecido en 16
kilómetros y ha sido reparado en unos 300, pero con muchos discursos
demagógicos. Es tan viejo que se está cayendo solo.
Entre la
inoperancia oficial y la resistencia popular, no parece ir bien la aplicación
de la política de Trump respecto al tema de migración, tal como lo demuestran
sus fracasos en la pretensión de cancelar el mecanismo de demora para los
dreamers ordenado por Barack Obama, el cual, por cierto, no implica la
concesión de residencia y mucho menos de ciudadanía. A esos “extremos” nunca
llegó aquel presidente.
El
protofascista Donald Trump ha realizado dos acuerdos con México: la reforma del
tratado comercial trilateral y el relativo a la migración centroamericana.
Quien cedió más en el primero fue el gobierno de Estados Unidos que estaba
decidido a denunciarlo (cancelarlo), pero reculó ante fuertes presiones
empresariales internas y un posible escenario económico poco menos que
catastrófico; gran parte de la oposición demócrata no quería seguir con el
tratado (nunca apoyó el TLC desde 1994), por lo que algunos de esos diputados,
al final, pusieron sus condiciones en el nuevo T-MEC. Quien cedió más en el
segundo fue México, ante la amenaza de imponer aranceles generalizados al
margen y en transgresión del TLC, ya que el gobierno mexicano no deseaba asumir
la estancia en la frontera sur de los solicitantes de asilo a EU y no quería
confinar migrantes en el sureste del país; recién, un tribunal estadunidense
declaró ilegal mantener en un tercer país a los migrantes que buscan asilo en
EU; el día menos pensado, un tribunal mexicano declarará inconstitucional
impedir a los migrantes el libre tránsito dentro del territorio nacional.
Ambos
acuerdos no significan victorias resonantes de ninguna de las partes porque son
abigarrados, aunque el pacto comercial es formal y será más duradero, a
diferencia del acuerdo migratorio respecto de América Central que es endeble y
de circunstancia.
La
promesa electoral de Trump fue cancelar el TLC pero era demasiado perjudicial
para su país. Así que el déficit comercial de EU con México se mantendrá, ya
que su reversión sería producto de otros factores económicos, pero no
directamente del nuevo tratado (T-MEC).
La
promesa electoral de Trump fue concluir el muro fronterizo, cuyo costo sería
cubierto por México, “aunque (éste) todavía no lo sabe”, según dijo entonces.
El muro no crece, pero las obras de mantenimiento se han pagado con fondos
presupuestales de Estados Unidos, pues los diputados demócratas le han
autorizado a Trump algo de dinero, ya que a fin de cuentas la barrera también
es de ellos. El resto de los fondos se los ha quitado a las fuerzas armadas, de
manera ilegal dice la sentencia de un tribunal federal de Washington. En
resumen, un fracaso: ahora están empezando a “levantar” un muro electrónico,
una alarma, mucho más barata y menos contundente.
La
antipatía de México (en su mayor parte) hacia Donald Trump no es algo personal,
sino de carácter político. Ese presidente tiene un discurso hostil y realiza
actos odiosos. Sin
embargo, no le ha ido muy bien en su política supremacista, como ya se está
viendo con el repudio al lacerante racismo, pero tampoco en las relaciones
comerciales con el resto del mundo, su “guerra comercial” que, según había
dicho, siempre será más barata.
El anterior
presidente, Enrique Peña, tuvo que cancelar dos veces su visita a la Casa Blanca
ante la insistencia demagógica de que México iba a pagar el proyecto de alargar
el muro, lo cual, naturalmente, no admitía discusión. Trump ya se la había
hecho a Peña en ocasión de la invitación de éste a Los Pinos. De regreso a su
país, el candidato republicano afirmó que México sí iba a pagar el fabuloso
muro.
En
Estados Unidos nunca en la historia ha habido un presidente que tuviera genuina
simpatía por México. Franklin D. Roosevelt es, quizá, el único que podría
considerarse como algo amigable. Esto no se debe a las personas sino a los
intereses estadunidenses del momento, los cuales son, se sabe bien, aquellos
que corresponden a la gran burguesía norteamericana. En el fondo, este no ha
sido nunca principalmente un asunto nacional sino de clase.
La visita
de AMLO a Washington cuando en Estados Unidos, México y Canadá se ha promulgado
y ha entrado en vigor el nuevo acuerdo comercial –a jalones como todos—, no
debería verse como algo “peligroso”, “indebido”, “inoportuno”, “entreguista” o
“sospechoso”.
Está
claro también que la conversación no versará sólo sobre el tema del T-MEC sino
que puede ampliarse a cualquier otra cosa. Recién ha dicho el secretario de
Estado de EU que Washington espera que México colabore en el establecimiento de
instituciones democráticas en Venezuela. Ya no es el mismo discurso que cuando
EU quería obligar a México a mantenerse dentro del inefable y ridículo Grupo de
Lima en el que antes se había inscrito Peña Nieto, pero tampoco ese es tema
mexicano en las relaciones con Estados Unidos. México seguirá en la doctrina de
la no intervención porque es una defensa frente al norte.
En el
nuevo tratado, el cual en realidad contiene más del viejo TLC, hay cláusulas
que van a repercutir, pero no al punto de modificar en su conjunto el entramado
del libre comercio tripartita tal como ha sido hasta ahora. Tampoco será un
instrumento que propicie, por sí mismo, el crecimiento del volumen de la
producción en México ni mucho menos el incremento de la capacidad productiva
del trabajo social. Sin embargo, a muy corto plazo, podrá favorecer la
inversión productiva y en cartera en tanto que brinda tranquilidad a algunas
empresas para expandirse.
Ha
surgido en este marco el tema de porqué un gobierno de rompimiento con el
neoliberalismo firma un tratado comercial con Estados Unidos.
La
mayoría de la izquierda mexicana no se opuso al TLC sino a varios de sus
capítulos. En especial los granos, con cuyo motivo el plazo para el comercio
libre del maíz se ubicó en 10 años. Pero
el problema también consistía en lo que el tratado eludía, en especial, un
acuerdo migratorio, la fuerza de trabajo que va de un país a otro sin reglas,
derechos ni responsabilidades. Este tema sigue abierto, nada se ha avanzado,
excepto quizá un poco con Canadá.
El Tratado
de Libre Comercio (TLC) fue precedido de una apertura comercial unilateral
del gobierno de México (Carlos Salinas), en el marco de una libertad cambiaria,
pero con control oficial del tipo del cambio, cuyos objetivos eran, entre
otros, bajar la inflación y propiciar la inversión extranjera directa e
indirecta. Se vio que del esquema no funcionaba tan bien cuando vino la crisis
provocada por ese mismo gobierno en 1994.
El TLC
trajo una desindustrialización parcial del país, el abandono de la producción
de granos, la más completa apertura a las trasnacionales estadunidenses, así
como un alineamiento con el cual México no estaba familiarizado: “nuestros
socios comerciales”. Recién apenas se ha entendido que eso de “socios” no es
más que una relación entre competidores con reglas comunes, ya que sólo una
ínfima parte de los propietarios mexicanos son en verdad socios de los
estadunidenses.
Por otra
parte, la economía mexicana alcanzó un superávit comercial frente a Estados
Unidos y mantuvo un déficit con el resto del mundo. Los grandes exportadores
son por lo general los grandes importadores, pero, además, las empresas
mexicanas que venden mucho en EU exportan también capital hacia allá mismo u
otros paraísos.
Más de
las dos terceras partes del comercio de México se hace con Estados Unidos y
casi todo bajo reglas comunes de comercio. Sería absurdo pretender el
rompimiento de tales reglas, lo que no impide aplicar una política de
diversificación de las relaciones económicas.
Los
elementos principales del retraso de México han estado relacionados, ante todo,
con la política económica y social de los anteriores gobiernos. Con una
política salarial catastrófica, el mercado interno era lo secundario frente a
las gigantescas exportaciones. Ante la economía maquiladora, han carecido de
importancia el desarrollo tecnológico y la productividad. La gran potencia
automotriz, México, no tiene ni patentes ni marcas; no hay un solo automóvil
mexicano porque el negocio es la maquila de autopartes y el ensamble, todo por
cuenta de trasnacionales.
México es
un gran consumidor de toda clase de productos importados en tanto que su
capacidad exportadora ha seguido creciendo. El mercado interno zozobra. En
consecuencia, se ha ampliado la brecha en la distribución del ingreso, tenemos
una sociedad cada vez más desigual, lo que genera mayor pobreza. Además, el
empleo formal es ya menor que el informal, el cual se caracteriza por su ínfima
productividad. Eso es un colapso social.
Este
resultado no es de la entera responsabilidad de los sucesivos gobiernos
neoliberales, sino también de la clase dominante y especialmente de sus capas
hegemónicas, oligárquicas. La gran burguesía mexicana carece de proyecto
nacional propio, vive del Estado y de la vecindad. No merece dominar en una
sociedad como la mexicana que tiene historia, identidad, geografía y
demografía.
La
relación entre México y Estados Unidos posee, entre otras, la característica de
una presencia dentro de este último de varios millones de mexicanos. La cultura
de México está cada vez más presente en Estados Unidos, pero no por la
influencia de los medios, sino debido al influjo de una nación que se expande
hacia el norte.
Por más
horrible que parezca el actual inquilino de la Casa Blanca, bajo cualquier
presidente de Estados Unidos van a seguir los problemas en las relaciones entre
ambos países y sus interminables complicaciones. No está a la vista, aunque tampoco
se mira tan lejana, la llegada de un presidente socialista democrático como
sería el senador Bernie Sanders.
Por lo
pronto, tenemos que enfrentar la disputa presidencial estadunidense con
sensatez política y con la persistencia en los cambios que se están iniciando
en México.
¿Para qué
rehusar la invitación de Trump? ¿Qué le brindaría al presidente de México
aparecer indignado, distraído o disimulado? El pretexto de la visita es la
entrada en vigor del nuevo tratado. Toda
visita entre jefes de gobierno tiene alguno, pero más allá del mismo no debería
criticarse el diálogo directo, personal, entre los presidentes de ambos países,
ahora y en el futuro, con independencia de quienes gobiernen y de qué partido
sean.
El trato
entre los presidentes de ambos países siempre ha sido algo normal, aunque no
tan frecuente. Ernesto Zedillo visitó cuatro veces a Bill Clinton. Vicente Fox
se reunía con George Bush en su rancho de Texas. Felipe Calderón fue a la Casa
Blanca una semana antes de que Bush entregara la presidencia, lo cual fue visto
como un innecesario acto de despedida, y visitó luego dos años consecutivos a
Barack Obama. Enrique Peña llegó a ir cada año a ver a Obama al final del
mandato de éste. Esas visitas se antojan escasas entre mandatarios de países
vecinos. El trato intergubernamental, lo sabemos, se realiza con frecuencia en
niveles intermedios, pero los jefes de gobierno deberían verse más y no sólo
usar el teléfono como se acostumbra desde finales del sexenio pasado y lo que
va del actual.
Hay que
olvidar la parafernalia del poder e ir a lo concreto en las relaciones
internacionales. Hacia allá está yendo el mundo.
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