Salvador Camarena.
De Javier Duarte y su
gobierno (es un decir) en Veracruz olvidemos la deuda, los ranchos, la
frivolidad, la prepotencia, el desfalco y el hecho de que haya sido jefe de una
camarilla de trúhanes que, impunes, hoy pueblan cámaras de diputados o con
descaro negocian candidaturas a alcaldías.
Perdonemos a este
priista las empresas fantasmas, la avioneta cargada de millones en efectivo,
los testamentos de los prestanombres, las tarjetas de crédito para los
caprichos de su esposa, la pobreza de los veracruzanos e incluso su inquina (aversión-odio)
en contra de los periodistas.
Pero lo que no
deberíamos nunca perdonar o siquiera minimizar, lo que no deberíamos
permitirnos pasar por alto es su responsabilidad en la desaparición, asesinato
e inhumación clandestina de cientos de veracruzanos. Con eso debería bastar
para que vaya a la cárcel y nunca salga de ella.
No es preciso ser fiscal de Veracruz para concluir que fosas
clandestinas como las denunciadas por el Colectivo El Solecito en el puerto
–donde se han encontrado restos de 249 personas– o la del municipio de
Alvarado, donde se contabilizaron 47 cráneos, ocurrieron sólo mediante la
complicidad de autoridades estatales.
Si ha de ser por
algo, Javier Duarte debe responder por esas masacres. Y no se trata de reclamarle su inhumana indiferencia con la tragedia de
cientos de familias, sino de hacerlo responsable por incumplir su deber como
gobernante.
Se trata, por principio, de poner a Duarte frente a las
palabras que pronunció cuando tomó posesión, en diciembre de 2010, fecha en la
que dijo: “No somos ajenos al reclamo de las familias que quieren sentirse tranquilas
y seguras (…). La seguridad pública es una responsabilidad ineludible de mi
mandato”. Hoy tenemos la obligación de recordar sus hechos.
Porque Duarte es
ineludiblemente responsable de haber constituido un estado de cosas donde la
intimidación era la única respuesta que obtenían aquellos que denunciaban la
inseguridad. Así fue desde el inicio mismo del fallido sexenio de Duarte: en
2011 lo padecieron Javier Sicilia y sus acompañantes durante el paso de su
caravana de víctimas por Veracruz, donde denunciaron acoso.
(http://bit.ly/2nUdEc2)
Duarte instaló una
realidad paralela para él y los suyos, donde sólo se permitía hablar de robos
de Frutsis y Pingüinos en los Oxxo. En cambio, quienes denunciaban la
violencia, como cuando en Orizaba en octubre de 2015 Araceli Salcedo reclamó la
inacción de los colaboradores de Duarte ante la desaparición de su hija tres
años atrás, lo que obtenían como respuesta era una campaña mediática de
descalificaciones. Si Duarte se reía en público con los reclamos de Araceli
Salcedo (aquí el video http://bit.ly/2nq0Mt2), sus colaboradores hicieron lo
mismo: iban a lugares donde las víctimas habían denunciado fosas y ellos decían
que no era cierto, negaban realidades de las que incluso la PGR daba fe.
(http://bit.ly/2nCHDoq)
Hoy confirmamos que ni siquiera las muestras de ADN eran
recopiladas y resguardadas debidamente, cosa que las madres denunciaban al
menos desde inicios de 2016. (http://bit.ly/2azHk4y)
Empecemos con Duarte un cambio en la llamada lucha anticrimen,
en la guerra que padecemos. Ese cambio, por cierto, no precisa de la detención
del pillo. Que incluso en ausencia se le abran procedimientos por su probable
responsabilidad en la muerte de cientos de personas. Como suena.
Si el gobernante fue
jefe de policías que están coludidos en cientos de desapariciones, si el
mandatario toleró a fiscales que dolosamente provocaron impunidad, debe ser
juzgado por esos hechos. Y si empezamos con Duarte, forzosamente deberemos
seguir con otros gobernadores. Ellos, y nosotros, sabemos quiénes son. Eso
sería un cambio.
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