jueves, 30 de noviembre de 2017

La militarización no resuelve la inseguridad.

Jorge Javier Romero Vadillo.

A estas alturas, cuando el sexenio va a cerrar con la mayor tasa de homicidios de las últimas décadas, con 24 por cada cien mil habitantes, debería estar ya claro que la estrategia de uso de las fuerzas militares para enfrentar a las organizaciones criminales extremadamente violentas, que se crearon y fortalecieron alrededor del mercado clandestino de las drogas, ha fracasado. Llevamos ya once años de despliegue territorial del ejército y la marina y la situación de la seguridad en el país no solo no mejora, sino que empeora por momentos.

Sin embargo, en lugar de usar la evidencia para evaluar la política y, con base en ello, replantear la estrategia en su conjunto, el gobierno, el PRI y los gobernadores, con algunos otros aliados, insisten en establecer un marco legal que regularice lo que hasta ahora se ha hecho en un limbo jurídico en el borde de la inconstitucionalidad, presionados por un reclamo comprensible de las fuerzas armadas por tener seguridad jurídica en sus actuaciones en una materia en la que la Constitución les prohíbe expresamente, desde 2008, actuar. Así, parecen empeñados en que se apruebe hoy mismo una Ley de Seguridad Interior que no es otra cosa que un subterfugio para colar con otro nombre la intervención militar en asuntos que deben ser de competencia exclusiva de las autoridades civiles.

El proyecto de ley que hoy se presenta a la Cámara de Diputados es peligroso desde su nombre. Desentierra un viejo concepto decimonónico referido a las rebeliones de carácter político o a los intentos de secesión de algún estado de la federación y que se fue quedando ahí, desconectado del resto del entramado legal, entre las atribuciones presidenciales para hacer uso de las fuerzas armadas. La exhumación de la antigualla jurídica sirve de pretexto para inventarse algo, la seguridad interior, distinto a la seguridad nacional y a la seguridad pública y para establecer que sea el presidente de la República el que tenga la facultad para definir cuándo y cómo ese algo ha sido puesto en riesgo. El proyecto deja el concepto mismo de su objeto en la indefinición y le permite al jefe del ejecutivo decidir unilateralmente la realización de “acciones de seguridad interior”.

Un proyecto como este, que muy probablemente será aprobado con los votos del PRI y sus aliados, pero que no cuenta con apoyos en los grupos más importantes de la oposición, que en buena medida se han hecho eco del rechazo de múltiples organizaciones civiles de derechos humanos, de los especialistas en temas de seguridad y policía y de la alarma por think tanks internacionales como la Oficina en Washington sobre América Latina (WOLA, por su sigla en inglés).

Debería haber abierto un serio debate sobre la manera en la que afecta al federalismo y a la división de poderes. Empero, el apoyo que ha encontrado entre los gobernadores de los tres partidos que han ganado elecciones locales, es un signo ominoso, pues muestra la facilidad con la que los ejecutivos locales están dispuestos a renunciar a sus facultades y entregárselas a la federación con tal de no enfrentar sus responsabilidades constitucionales.

El uso discrecional de las fuerzas armadas ha sido el recurso para sacarle las castañas del fuego a los gobernadores que enfrentan oleadas de violencia vinculadas a disputas de control territorial. Desde el operativo federal en Michoacán, llevado a cabo al inicio del gobierno de Felipe Calderón a petición del gobernador perredista Lázaro Cárdenas, la solicitud de fuerzas federales ha sido el camino elegido por los ejecutivos locales para tratar de frenar sus crisis de seguridad. Son excepcionales los casos en los que los estallidos violentos han llevado a la necesaria reorganización de las policías locales. Nuevo León es un ejemplo de estado que se puso a hacer la tarea, en buena medida por presión de sus grupos empresariales. Tijuana, por su parte, es un caso de éxito relativo en el ámbito municipal. Pero en la mayoría de los estados atenazados por el crimen organizado, las autoridades locales han incumplido con sus obligaciones y les han echado la carga a las fuerzas federales.

El gobierno federal tampoco ha hecho su tarea. Durante este sexenio, a punto de periclitar, se dejó de fortalecer a la Policía Federal, la cual ni creció lo necesario ni continuó con los procesos de profesionalización que, bien o mal, si impulsó el gobierno de Calderón. El proyecto de fortalecer a la PF con una gendarmería especializada en el control territorial se quedó en una división de apenas cuatro mil elementos.

El gobierno de Peña Nieto decidió también trasladar sus responsabilidades y ha echado mano en exceso del ejército y la marina, al grado de sobrecargarlos de tareas para la cuales no están capacitados, por lo que las hacen con el entrenamiento que tienen y de ahí que sean conspicuas sus actuaciones claramente violatorias de los derechos humanos.

La pretendida Ley de Seguridad Interior es un despropósito en todos los sentidos, sobre todo cuando la atención del legislativo debería estar en construir el modelo de procuración de justicia civil, profesional y autónomo que ya ha sido establecido en la constitución pero que no avanza por jaloneos políticos en torno al nombramiento de su cabeza, cuando lo relevante debería ser el diseño organizacional del cuerpo que debe sustituir a la actual Procuraduría General de la República, carcomida por la corrupción y la ineficiencia.

La ruta correcta para enfrentar la crisis de violencia e inseguridad pasa sobre todo por la reforma policial prometida desde hace un cuarto de siglo. Los recursos federales y locales se deben concentrar en la creación de cuerpos policiacos adecuados a la democracia constitucional que pretendemos ser y que sustituyan a las policías de los tiempos autoritarios, especialistas en reducir la violencia a través de la venta de protecciones particulares y de la negociación de la desobediencia de la ley. Ese es el modelo que se colapsó, pero que no debe ser sustituido por la legalización de la presencia militar ni por un modelo de seguridad centralizado.


A las fuerzas armadas hay que darles un horizonte de salida de tareas que no les corresponden, no un marco legal para normalizar su presencia. Solo en casos de excepción, en los términos del artículo 29 constitucional, deberían las autoridades civiles usar a las fuerzas armadas en tereas de seguridad, con las restricciones constitucionales correspondientes y con el involucramiento del Congreso, para vigilar que se constriñan sus actos a los específicamente mandatados. En lugar de revivir antiguallas jurídicas, el gobierno federal, los locales y las legislaturas deberían retomar la tarea de construir la seguridad civil que el país requiere y en replantearse la fallida política de drogas.

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