Jorge Javier
Romero Vadillo.
A estas alturas, cuando el sexenio va
a cerrar con la mayor tasa de homicidios de las últimas décadas, con 24 por
cada cien mil habitantes, debería estar ya claro que la estrategia de uso de
las fuerzas militares para enfrentar a las organizaciones criminales
extremadamente violentas, que se crearon y fortalecieron alrededor del mercado
clandestino de las drogas, ha fracasado. Llevamos ya once años de despliegue
territorial del ejército y la marina y la situación de la seguridad en el país
no solo no mejora, sino que empeora por momentos.
Sin embargo, en lugar de usar la
evidencia para evaluar la política y, con base en ello, replantear la
estrategia en su conjunto, el gobierno, el PRI y los gobernadores, con algunos
otros aliados, insisten en establecer un marco legal que regularice lo que
hasta ahora se ha hecho en un limbo jurídico en el borde de la
inconstitucionalidad, presionados por un reclamo comprensible de las fuerzas
armadas por tener seguridad jurídica en sus actuaciones en una materia en la
que la Constitución les prohíbe expresamente, desde 2008, actuar. Así, parecen empeñados en que se apruebe hoy mismo una Ley de Seguridad
Interior que no es otra cosa que un subterfugio para colar con otro nombre la
intervención militar en asuntos que deben ser de competencia exclusiva de las
autoridades civiles.
El proyecto de ley que hoy se
presenta a la Cámara de Diputados es peligroso desde su nombre. Desentierra un
viejo concepto decimonónico referido a las rebeliones de carácter político o a
los intentos de secesión de algún estado de la federación y que se fue quedando
ahí, desconectado del resto del entramado legal, entre las atribuciones
presidenciales para hacer uso de las fuerzas armadas. La exhumación de la
antigualla jurídica sirve de pretexto para inventarse algo, la seguridad
interior, distinto a la seguridad nacional y a la seguridad pública y para
establecer que sea el presidente de la República el que tenga la facultad para
definir cuándo y cómo ese algo ha sido puesto en riesgo. El proyecto deja el concepto mismo de su objeto en la indefinición y le permite al
jefe del ejecutivo decidir unilateralmente la realización de “acciones de
seguridad interior”.
Un proyecto como este, que muy
probablemente será aprobado con los votos del PRI y sus aliados, pero que no cuenta con apoyos en los grupos más importantes de la
oposición, que en buena medida se han hecho eco del rechazo de múltiples
organizaciones civiles de derechos humanos, de los especialistas en temas de
seguridad y policía y de la alarma por think tanks internacionales como la
Oficina en Washington sobre América Latina (WOLA, por su sigla en inglés).
Debería haber abierto un serio debate
sobre la manera en la que afecta al federalismo y a la división de poderes.
Empero, el apoyo que ha encontrado entre los gobernadores de los tres partidos
que han ganado elecciones locales, es un signo ominoso, pues muestra la
facilidad con la que los ejecutivos locales están dispuestos a renunciar a sus
facultades y entregárselas a la federación con tal de no enfrentar sus
responsabilidades constitucionales.
El uso discrecional de las fuerzas
armadas ha sido el recurso para sacarle las castañas del fuego a los
gobernadores que enfrentan oleadas de violencia vinculadas a disputas de
control territorial.
Desde el operativo federal en Michoacán, llevado a cabo al inicio del gobierno
de Felipe Calderón a petición del gobernador perredista Lázaro Cárdenas, la solicitud de fuerzas federales ha sido
el camino elegido por los ejecutivos locales para tratar de frenar sus crisis
de seguridad. Son excepcionales los casos en los que los estallidos
violentos han llevado a la necesaria reorganización de las policías locales.
Nuevo León es un ejemplo de estado que se puso a hacer la tarea, en buena
medida por presión de sus grupos empresariales. Tijuana, por su parte, es un
caso de éxito relativo en el ámbito municipal. Pero en la mayoría de los estados atenazados por el crimen organizado, las
autoridades locales han incumplido con sus obligaciones y les han echado la
carga a las fuerzas federales.
El gobierno federal tampoco ha hecho
su tarea. Durante este sexenio, a punto de periclitar, se dejó de fortalecer a
la Policía Federal, la cual ni creció lo necesario ni continuó con los procesos
de profesionalización que, bien o mal, si impulsó el gobierno de Calderón. El
proyecto de fortalecer a la PF con una gendarmería especializada en el control
territorial se quedó en una división de apenas cuatro mil elementos.
El gobierno de Peña Nieto decidió
también trasladar sus responsabilidades y ha echado mano en exceso del ejército
y la marina, al grado de sobrecargarlos de tareas para la cuales no están
capacitados, por lo
que las hacen con el entrenamiento que tienen y de ahí que sean conspicuas sus
actuaciones claramente violatorias de los derechos humanos.
La pretendida Ley de Seguridad
Interior es un despropósito en todos los sentidos, sobre todo cuando la
atención del legislativo debería estar en construir el modelo de procuración de
justicia civil, profesional y autónomo que ya ha sido establecido en la
constitución pero que no avanza por jaloneos políticos en torno al nombramiento
de su cabeza, cuando lo relevante debería ser el diseño organizacional del
cuerpo que debe sustituir a la actual Procuraduría General de la República,
carcomida por la corrupción y la ineficiencia.
La ruta
correcta para enfrentar la crisis de violencia e inseguridad pasa sobre todo
por la reforma policial prometida desde hace un cuarto de siglo. Los recursos
federales y locales se deben concentrar en la creación de cuerpos policiacos
adecuados a la democracia constitucional que pretendemos ser y que sustituyan a
las policías de los tiempos autoritarios, especialistas en reducir la violencia
a través de la venta de protecciones particulares y de la negociación de la
desobediencia de la ley. Ese es el modelo que se colapsó, pero que no debe ser
sustituido por la legalización de la presencia militar ni por un modelo de
seguridad centralizado.
A las fuerzas armadas hay que darles
un horizonte de salida de tareas que no les corresponden, no un marco legal
para normalizar su presencia. Solo en casos de excepción, en los términos del artículo 29
constitucional, deberían las autoridades civiles usar a las fuerzas armadas en
tereas de seguridad, con las restricciones constitucionales correspondientes y
con el involucramiento del Congreso, para vigilar que se constriñan sus actos a
los específicamente mandatados. En lugar
de revivir antiguallas jurídicas, el gobierno federal, los locales y las
legislaturas deberían retomar la tarea de construir la seguridad civil que el
país requiere y en replantearse la fallida política de drogas.
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