miércoles, 29 de noviembre de 2017

La selección de Meade.

Raymundo Riva Palacio.

En qué momento el presidente Enrique Peña Nieto tomó la decisión final de apostar por José Antonio Meade para que fuera el candidato del PRI a la presidencia, es algo que sólo él podrá responder. Lo traía en la mente, aseguran cercanos a Peña Nieto, tiempo antes de alejar la celebración de la XXII Asamblea Nacional del PRI prevista para noviembre, del arranque de la precampaña presidencial el 14 de diciembre, y adelantarla a agosto, donde se eliminaron los candados para que un no militante, como Meade, pudiera ser abanderado del partido en el poder. Hermético, Peña Nieto sólo dio una sola señal a sus cercanos de que la consideración sobre Meade era más que una reflexión. Hace dos meses aproximadamente, dijo uno de ellos, Peña Nieto instruyó al jefe del Estado Mayor Presidencial, el general Roberto Miranda, que redoblara la seguridad del entonces secretario de Hacienda. Con nadie más lo hizo.

Meade no pertenecía al grupo compacto de Peña Nieto que venía del Estado de México, o los gobernadores Miguel Ángel Osorio Chong, de Hidalgo, y José Calzada, de Querétaro, que habían hecho el trabajo nacional de forjar alianzas que le permitieran ser candidato a la presidencia. Pero como secretario de Hacienda en el gobierno de Felipe Calderón, junto con su subsecretario José Antonio González Anaya, habían ayudado financieramente al Estado de México cuando Peña Nieto era gobernador y su secretario de Finanzas y más tarde presidente de la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados, era Luis Videgaray, muy cercano a Meade desde el ITAM.

Al irse armando el gobierno de Peña Nieto, Meade no estaba predestinado para una posición de alto relieve, aunque no menos importante en la nueva administración. Videgaray lo propuso como jefe de la Oficina de la Presidencia, pero una confusión cambió el rumbo. Semanas antes de llegar a Los Pinos, Peña Nieto le preguntó a su amigo, el entonces embajador en el Reino Unido, Eduardo Medina Mora, qué le gustaría ser en su gobierno. “Estar cerca de mis hijos”, le dijo Medina Mora, que los tenía estudiando en Oregon. El embajador no especificó qué cargo le interesaría, aunque pensaba en la Secretaría de Relaciones Exteriores. Para que estuviera cerca de sus hijos, como deseaba, Peña Nieto lo nombró embajador en Washington, sin saber que era más rápido llegar a Oregon desde la capital mexicana, que desde la estadounidense. Meade llegó así a la Cancillería.

La naturaleza del trabajo le permitió establecer una relación más cercana con el presidente, convirtiéndose, en los largos viajes internacionales, en su pareja insustituible en los juegos de dominó. La inteligencia de Meade, la cultura general y una visión integral de todos los temas nacionales e internacionales, sólo rivalizada por Videgaray dentro del gabinete, le fue abriendo las puertas a la confianza de Peña Nieto, quien lo visualizó como prospecto, por primera vez visto, según sus cercanos, cuando lo nombró secretario de Desarrollo Social en agosto de 2015. La renuncia de Videgaray en Hacienda por el fiasco de la visita del candidato presidencial Donald Trump a Los Pinos, lo regresó una vez más, de manera natural pero emergente, a su viejo despacho en Palacio Nacional.

Meade comenzó a vislumbrar una posibilidad de luchar por la presidencia durante 2016, pero lo alcanzó el gasolinazo. En una reunión en Los Pinos en diciembre, Meade se enfrentó a la parte política del gabinete, principalmente la secretaria de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, Rosario Robles, y de Salud, José Narro, quienes alegaron que debía postergarse la medida por el impacto social y político que tendría. Peña Nieto respaldó al secretario de Hacienda. En enero, ese diagnóstico se volvió realidad, pero Meade y su equipo, incluido el entonces director de Pemex, González Anaya, fueron dejados solos a su suerte. Quienes debían haberlos apoyado en la Secretaría de Gobernación, se fueron de vacaciones y nadie, incluido el secretario Osorio Chong, les tomó incluso las llamadas telefónicas. Aun así, en una segunda reunión de gabinete en enero, Meade volvió a defender el gasolinazo ante la parte política del equipo del presidente, y Peña Nieto lo volvió a respaldar. Pese a ello, Meade pensó en ese momento que sus pretensiones presidenciales se habían evaporado.

El momento de desestabilización política pasó y la beligerancia fue menguando con la nueva calendarización de liberación de los precios de combustibles. Meade volvió a respirar y comenzó a trabajar en un grupo muy cerrado, a veces en su casa, otras en la de su subsecretaria Vanesa Rubio, los escenarios que pudieran permitirle estar en la lucha por la candidatura. Una estación importante fue el 5 de octubre. Al terminar la glosa del Informe en la Cámara de Diputados, pidió hablar a manera de colofón. El pleno guardó silencio mientras Meade improvisaba un alegato a favor de los políticos y cómo no podían retroceder frente a lo que se había visto durante los sismos de septiembre, la cooperación de la sociedad con las instituciones. También hizo una inteligente defensa del presidente y de las acciones de su gobierno. Al día siguiente, Peña Nieto lo llamó por teléfono y le agradeció lo que había dicho de él.


No pasaron muchos días cuando el presidente llamó a Meade a Los Pinos. Ahí, revelaron personas que conocieron del encuentro, Peña Nieto le preguntó si estaba “listo” para el momento que esperaba se concretara, y Meade le respondió que sí. Entonces vino otra pregunta: ¿También estás listo para no ser? Estaba preparado para esa eventualidad, contestó. Este lunes comprobó que no fue necesario.

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