Raymundo Riva Palacio.
En qué
momento el presidente Enrique Peña Nieto tomó la decisión final de apostar por
José Antonio Meade para que fuera el candidato del PRI a la presidencia, es
algo que sólo él podrá responder. Lo traía en la mente, aseguran cercanos a
Peña Nieto, tiempo antes de alejar la celebración de la XXII Asamblea Nacional
del PRI prevista para noviembre, del arranque de la precampaña presidencial el
14 de diciembre, y adelantarla a agosto, donde se eliminaron los candados para
que un no militante, como Meade, pudiera ser abanderado del partido en el
poder. Hermético, Peña Nieto sólo dio una sola señal a sus cercanos de que la
consideración sobre Meade era más que una reflexión. Hace dos meses
aproximadamente, dijo uno de ellos, Peña Nieto instruyó al jefe del Estado
Mayor Presidencial, el general Roberto Miranda, que redoblara la seguridad del
entonces secretario de Hacienda. Con nadie más lo hizo.
Meade no
pertenecía al grupo compacto de Peña Nieto que venía del Estado de México, o
los gobernadores Miguel Ángel Osorio Chong, de Hidalgo, y José Calzada, de
Querétaro, que habían hecho el trabajo nacional de forjar alianzas que le
permitieran ser candidato a la presidencia. Pero como secretario de Hacienda en
el gobierno de Felipe Calderón, junto con su subsecretario José Antonio
González Anaya, habían ayudado financieramente al Estado de México cuando Peña
Nieto era gobernador y su secretario de Finanzas y más tarde presidente de la
Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados, era Luis Videgaray, muy
cercano a Meade desde el ITAM.
Al irse
armando el gobierno de Peña Nieto, Meade no estaba predestinado para una
posición de alto relieve, aunque no menos importante en la nueva
administración. Videgaray lo propuso como jefe de la Oficina de la Presidencia,
pero una confusión cambió el rumbo. Semanas antes de llegar a Los Pinos, Peña Nieto
le preguntó a su amigo, el entonces embajador en el Reino Unido, Eduardo Medina
Mora, qué le gustaría ser en su gobierno. “Estar cerca de mis hijos”, le dijo
Medina Mora, que los tenía estudiando en Oregon. El embajador no especificó qué
cargo le interesaría, aunque pensaba en la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Para que estuviera cerca de sus hijos, como deseaba, Peña Nieto lo nombró
embajador en Washington, sin saber que era más rápido llegar a Oregon desde la
capital mexicana, que desde la estadounidense. Meade llegó así a la
Cancillería.
La
naturaleza del trabajo le permitió establecer una relación más cercana con el
presidente, convirtiéndose, en los largos viajes internacionales, en su pareja
insustituible en los juegos de dominó. La inteligencia de Meade, la cultura
general y una visión integral de todos los temas nacionales e internacionales,
sólo rivalizada por Videgaray dentro del gabinete, le fue abriendo las puertas
a la confianza de Peña Nieto, quien lo visualizó como prospecto, por primera
vez visto, según sus cercanos, cuando lo nombró secretario de Desarrollo Social
en agosto de 2015. La renuncia de Videgaray en Hacienda por el fiasco de la
visita del candidato presidencial Donald Trump a Los Pinos, lo regresó una vez
más, de manera natural pero emergente, a su viejo despacho en Palacio Nacional.
Meade
comenzó a vislumbrar una posibilidad de luchar por la presidencia durante 2016,
pero lo alcanzó el gasolinazo. En una reunión en Los Pinos en diciembre, Meade
se enfrentó a la parte política del gabinete, principalmente la secretaria de
Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, Rosario Robles, y de Salud, José
Narro, quienes alegaron que debía postergarse la medida por el impacto social y
político que tendría. Peña Nieto respaldó al secretario de Hacienda. En enero,
ese diagnóstico se volvió realidad, pero Meade y su equipo, incluido el
entonces director de Pemex, González Anaya, fueron dejados solos a su suerte.
Quienes debían haberlos apoyado en la Secretaría de Gobernación, se fueron de vacaciones
y nadie, incluido el secretario Osorio Chong, les tomó incluso las llamadas
telefónicas. Aun así, en una segunda reunión de gabinete en enero, Meade volvió
a defender el gasolinazo ante la parte política del equipo del presidente, y
Peña Nieto lo volvió a respaldar. Pese a ello, Meade pensó en ese momento que
sus pretensiones presidenciales se habían evaporado.
El momento
de desestabilización política pasó y la beligerancia fue menguando con la nueva
calendarización de liberación de los precios de combustibles. Meade volvió a
respirar y comenzó a trabajar en un grupo muy cerrado, a veces en su casa,
otras en la de su subsecretaria Vanesa Rubio, los escenarios que pudieran
permitirle estar en la lucha por la candidatura. Una estación importante fue el
5 de octubre. Al terminar la glosa del Informe en la Cámara de Diputados, pidió
hablar a manera de colofón. El pleno guardó silencio mientras Meade improvisaba
un alegato a favor de los políticos y cómo no podían retroceder frente a lo que
se había visto durante los sismos de septiembre, la cooperación de la sociedad
con las instituciones. También hizo una inteligente defensa del presidente y de
las acciones de su gobierno. Al día siguiente, Peña Nieto lo llamó por teléfono
y le agradeció lo que había dicho de él.
No pasaron
muchos días cuando el presidente llamó a Meade a Los Pinos. Ahí, revelaron
personas que conocieron del encuentro, Peña Nieto le preguntó si estaba “listo”
para el momento que esperaba se concretara, y Meade le respondió que sí.
Entonces vino otra pregunta: ¿También estás listo para no ser? Estaba preparado
para esa eventualidad, contestó. Este lunes comprobó que no fue necesario.
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