Raymundo
Riva Palacio.
El
termómetro social está muy caliente. Hay una división en la sociedad acelerada
por la victoria presidencial de Andrés Manuel López Obrador, que partió a la
nación. Pero no nos equivoquemos. La victoria de López Obrador no inició este
quiebre, galvanizó lo que se viene acumulando desde hace bastante tiempo, mucho
antes, ciertamente, de que sus posibilidades de llegar a la presidencia fueran
reales. La pregunta de por qué estamos tan enojados, no tiene respuesta.
Tampoco se ve solución.
Una
corriente de pensamiento cree que la indignación social creció y se alimentó
durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, que se catapultó por la desaparición
de los 43 normalistas de Ayotzinapa y el escándalo de la casa blanca. Sin
embargo, fueron reactivadores, no detonadores. La desaprobación de Peña Nieto
no comenzó en el otoño de 2014, cuando se dieron esos eventos, sino en el
verano de 2013, tras la aprobación de la reforma fiscal, cuando por primera vez
se cruzó la aprobación con el rechazo a su gestión. El quiebre social no se dio
con Peña Nieto, se venía arrastrando tiempo atrás.
Peña Nieto
llegó a la presidencia con un humor social muy bajo. De acuerdo con las
encuestas sobre el humor, Peña Nieto arrancó en el punto más bajo que había
tenido Felipe Calderón, tras la crisis financiera global de 2008, y nunca pudo
mejorar. Calderón fue el primer presidente que consistentemente estuvo por
debajo de la línea de flotación del humor social, que no bajó con la crisis del
sistema de pagos en 1994-1995, llamado coloquialmente el error de diciembre, ni
tras los asesinatos del candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, y
del secretario general de ese partido, José Francisco Ruiz Massieu, en 1994.
Para cuando llegó Peña Nieto a Los Pinos el humor social venía calentándose y
volviéndose cada vez más beligerante y más agresivo.
Las redes
sociales contribuyeron a la masificación del descontento. Se volvieron
catalizadoras de humores que ayudaron a darle el empuje final a López Obrador
para que llegara a la presidencia, con una amplia cantidad de votantes que
nunca lo habían respaldado, pero no fueron el principio de todo. ¿En dónde
empezó? Es difícil saberlo. Lo que es fácil establecer es que no se dio con el
advenimiento político de López Obrador.
El quiebre
de 1968 y el Movimiento Estudiantil se procesaron con la reforma política, de 1978,
de Jesús Reyes Heroles, que le abrió la puerta de la legalidad a la izquierda
mexicana y la posibilidad de competir electoralmente. El Tratado de Libre
Comercio de América del Norte negociado por el presidente Carlos Salinas,
significó un golpe que sería mortal al corporativismo y al clientelismo
acendrado del PRI. Es retórico hablar si Salinas perdió la oportunidad de abrir
y oxigenar al sistema cuando se achicó para liquidar el PRI y fundar el Partido
de la Solidaridad, que se quedó incluso con la papelería impresa, pero permitió
el comienzo de la alternancia.
En 1991,
Ernesto Ruffo se convirtió en el primer gobernador de la oposición, cuando
Salinas obligó al presidente del PRI, Colosio, a aceptar la derrota. Pero desde
años antes el humor social ya había cambiado. Se vio en la toma de la sociedad
civil de las calles durante los sismos de 1985, donde se le perdió el respeto a
la figura presidencial. En ese mismo año, recuerdo una discusión con Enrique
Krauze en la casa del corresponsal del Financial Times, David Gardner, sobre la
venidera elección para la gubernatura de Chihuahua, donde el historiador,
indignado con el sistema controlado por el PRI, estaba seguro que ahí
comenzaría, con la victoria de Francisco Barrio, el principio del fin del partido
en el poder.
No sucedió,
pero la molestia creciente era notoria. Para entonces, Lorenzo Meyer, otro
historiador, también discípulo como Krauze de Daniel Cosío Villegas, el gran
crítico del poder retomó su estafeta todos los lunes en la primera plana del
Excélsior de Regino Díaz Redondo –satanizado por haber encabezado la revuelta
contra su entonces director, Julio Scherer García, en agosto de 1976–, para
hacer la crítica permanente del gobierno y del sistema. Las redes sociales no
existían en aquél entonces, pero la crítica no era divisoria de la sociedad,
sino que desde diferentes posiciones e ideologías, coincidía en la censura del
autoritarismo mexicano.
El trabajo
en los medios, las organizaciones civiles y los partidos de oposición
contribuyeron al triunfo del primer presidente de alternancia, Vicente Fox, que
llegó a Los Pinos con un fuerte apoyo de la izquierda. La desilusión de Fox al
no haber concretado el cambio prometido se convirtió en enojo cuando quiso
meter a la cárcel al entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, López
Obrador, por un delito menor que ameritaba una sanción administrativa. La
reacción contra el desafuero de López Obrador y poco antes la marcha de un
millón de personas en la capital federal en contra de la inseguridad,
reflejaron que algo importante, en activismo y beligerancia, había sucedido con
la sociedad mexicana.
¿Pero qué
detonó el enojo? No hay todavía una respuesta clara ni en México ni en otras
partes del mundo. Hay indicios, como en Francia, detonadora de cambios
políticos profundos en los últimos 250 años, que la desigualdad es un
combustible fundamental para el quiebre de la sociedad, como se podría
argumentar también en México. Pero no nos equivoquemos en culpar a nadie con
ligereza e irresponsabilidad. Necesitamos saber cómo y por qué llegamos a esto,
y evitemos terminar destrozándonos unos a otros. Estamos tarde.
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