viernes, 21 de diciembre de 2018

¿Por qué estamos tan enojados?


Raymundo Riva Palacio.

El termómetro social está muy caliente. Hay una división en la sociedad acelerada por la victoria presidencial de Andrés Manuel López Obrador, que partió a la nación. Pero no nos equivoquemos. La victoria de López Obrador no inició este quiebre, galvanizó lo que se viene acumulando desde hace bastante tiempo, mucho antes, ciertamente, de que sus posibilidades de llegar a la presidencia fueran reales. La pregunta de por qué estamos tan enojados, no tiene respuesta. Tampoco se ve solución.

Una corriente de pensamiento cree que la indignación social creció y se alimentó durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, que se catapultó por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y el escándalo de la casa blanca. Sin embargo, fueron reactivadores, no detonadores. La desaprobación de Peña Nieto no comenzó en el otoño de 2014, cuando se dieron esos eventos, sino en el verano de 2013, tras la aprobación de la reforma fiscal, cuando por primera vez se cruzó la aprobación con el rechazo a su gestión. El quiebre social no se dio con Peña Nieto, se venía arrastrando tiempo atrás.

Peña Nieto llegó a la presidencia con un humor social muy bajo. De acuerdo con las encuestas sobre el humor, Peña Nieto arrancó en el punto más bajo que había tenido Felipe Calderón, tras la crisis financiera global de 2008, y nunca pudo mejorar. Calderón fue el primer presidente que consistentemente estuvo por debajo de la línea de flotación del humor social, que no bajó con la crisis del sistema de pagos en 1994-1995, llamado coloquialmente el error de diciembre, ni tras los asesinatos del candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, y del secretario general de ese partido, José Francisco Ruiz Massieu, en 1994. Para cuando llegó Peña Nieto a Los Pinos el humor social venía calentándose y volviéndose cada vez más beligerante y más agresivo.

Las redes sociales contribuyeron a la masificación del descontento. Se volvieron catalizadoras de humores que ayudaron a darle el empuje final a López Obrador para que llegara a la presidencia, con una amplia cantidad de votantes que nunca lo habían respaldado, pero no fueron el principio de todo. ¿En dónde empezó? Es difícil saberlo. Lo que es fácil establecer es que no se dio con el advenimiento político de López Obrador.

El quiebre de 1968 y el Movimiento Estudiantil se procesaron con la reforma política, de 1978, de Jesús Reyes Heroles, que le abrió la puerta de la legalidad a la izquierda mexicana y la posibilidad de competir electoralmente. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte negociado por el presidente Carlos Salinas, significó un golpe que sería mortal al corporativismo y al clientelismo acendrado del PRI. Es retórico hablar si Salinas perdió la oportunidad de abrir y oxigenar al sistema cuando se achicó para liquidar el PRI y fundar el Partido de la Solidaridad, que se quedó incluso con la papelería impresa, pero permitió el comienzo de la alternancia.

En 1991, Ernesto Ruffo se convirtió en el primer gobernador de la oposición, cuando Salinas obligó al presidente del PRI, Colosio, a aceptar la derrota. Pero desde años antes el humor social ya había cambiado. Se vio en la toma de la sociedad civil de las calles durante los sismos de 1985, donde se le perdió el respeto a la figura presidencial. En ese mismo año, recuerdo una discusión con Enrique Krauze en la casa del corresponsal del Financial Times, David Gardner, sobre la venidera elección para la gubernatura de Chihuahua, donde el historiador, indignado con el sistema controlado por el PRI, estaba seguro que ahí comenzaría, con la victoria de Francisco Barrio, el principio del fin del partido en el poder.

No sucedió, pero la molestia creciente era notoria. Para entonces, Lorenzo Meyer, otro historiador, también discípulo como Krauze de Daniel Cosío Villegas, el gran crítico del poder retomó su estafeta todos los lunes en la primera plana del Excélsior de Regino Díaz Redondo –satanizado por haber encabezado la revuelta contra su entonces director, Julio Scherer García, en agosto de 1976–, para hacer la crítica permanente del gobierno y del sistema. Las redes sociales no existían en aquél entonces, pero la crítica no era divisoria de la sociedad, sino que desde diferentes posiciones e ideologías, coincidía en la censura del autoritarismo mexicano.

El trabajo en los medios, las organizaciones civiles y los partidos de oposición contribuyeron al triunfo del primer presidente de alternancia, Vicente Fox, que llegó a Los Pinos con un fuerte apoyo de la izquierda. La desilusión de Fox al no haber concretado el cambio prometido se convirtió en enojo cuando quiso meter a la cárcel al entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, López Obrador, por un delito menor que ameritaba una sanción administrativa. La reacción contra el desafuero de López Obrador y poco antes la marcha de un millón de personas en la capital federal en contra de la inseguridad, reflejaron que algo importante, en activismo y beligerancia, había sucedido con la sociedad mexicana.

¿Pero qué detonó el enojo? No hay todavía una respuesta clara ni en México ni en otras partes del mundo. Hay indicios, como en Francia, detonadora de cambios políticos profundos en los últimos 250 años, que la desigualdad es un combustible fundamental para el quiebre de la sociedad, como se podría argumentar también en México. Pero no nos equivoquemos en culpar a nadie con ligereza e irresponsabilidad. Necesitamos saber cómo y por qué llegamos a esto, y evitemos terminar destrozándonos unos a otros. Estamos tarde.

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