Raymundo
Riva Palacio.
El lunes se
peleó con las universidades públicas. El martes les dijo “mantenidos” a los
gobiernos anteriores por haber cobrado salarios vigentes en la administración
pública. El miércoles lo acusó de espionaje y prometió que daría a conocer sus
abusos. Qué pasará el jueves, nadie lo sabe. El presidente López Obrador así
es. Dice, se desdice; rompe puentes y luego, con el discurso, trata de
repararlos. Por casi cinco meses le dio a golpes retóricos al sector privado y
luego les pidió ayuda para financiar sus programas sociales. Agradeció por todo
el país a quienes votaron por él, pero se ha dedicado a purgar toda la
burocracia para que sólo los morenistas trabajen con él. Al Gulag, todo lo que
sirvió a gobiernos anteriores. La pureza es el eje de su proyecto, donde el
cambio de régimen cabalga sobre la renovación moral, donde todo es polar:
quienes no estuvieron con él son marcados como reses con el sello de corruptos
e impuros; para los que sí le fueron fieles, el paraíso de la cuarta
transformación.
López
Obrador tiene problemas con su belicosidad. No logra transitar de la agitación
social a gobierno, ni ha logrado su primera transformación, de candidato
sempiterno a presidente. Si quiere ser un buen presidente, debe buscar la
conciliación y reconciliación nacional, gobernante para todos, no para quienes
considera que son el pueblo bueno, que lo apoyan incondicionalmente, mientras
considera adversarios a quienes disienten de él, y los estigmatiza.
El discurso
que lastima lo ha utilizado toda su vida, polarizando Tabasco cuando perdió la
gubernatura, y la Ciudad de México, cuando llamó a quienes reclamaban seguridad
“pirruris”, y en sus campañas electorales, donde los buenos luchaban junto a
él, mientras el resto eran los deshonestos que lastimaban al pueblo. Ese
discurso enfrentó y dividió a familias, donde no se podía hablar de política en
la mesa porque la confrontación sudaba la piel. Poco ha cambiado, sigue en la
dicotomía de su narrativa de los ricos contra los pobres, los corruptos contra
los impolutos, los que defienden los privilegios y quienes quieren derruirlos.
No hay matices ni grises. Es absolutista y desprecia a quienes no creen en la
cuarta transformación, o critican las simulaciones donde es campeón de
campeones.
Como botones
de muestra, cambiar su repudio a las Fuerzas Armadas a colgarse de ellas para
que combatan criminales, inquietó a los expertos, pero el perdón de sus
gobernados es superior a cualquier crítica. Eliminar presupuestos de género,
cancelar el 85 por ciento de los recursos para el Fondo de Desastres Naturales,
estimular el desarrollo de combustibles fósiles mientras desmantela las
protecciones al medio ambiente, navegan sin cuestionamientos.
Todo se
puede en la cuarta transformación porque la hacen los puros que hablan con la
Madre Tierra, cuyo diálogo metafísico permite, porque se lo perdonan también
millones de mexicanos, iniciar el gran proyecto de infraestructura del sexenio,
el Tren Maya, noble iniciativa destinada, financiera y turísticamente, al
fracaso. Violar promesas, como mantener el presupuesto para las instituciones
públicas, es fácil, porque las remplazará con 100 universidades que impartirán,
cada una, no más de dos carreras aplicadas en las zonas marginadas del país.
Por las
mejores razones posibles, el camino iniciado es el achatamiento del país.
Salarios bajos para los funcionarios públicos, porque pagándoles mucho no
mejoró la nación, llevará a la pauperización del servicio público. Ayuda
asistencialista a adultos mayores y niños discapacitados, altamente noble,
construida a costa de inversiones productivas. Programas ambiciosos como la
ayuda a los ninis, sin revelar sus reglas de operación, que provocará nuevas
tensiones y descalificaciones. Grandes inversiones petroleras, que cuando
empiecen a dar resultados el mundo estará en la lógica de la energía alterna,
ignorada por el presidente en su presupuesto.
No importa.
Las críticas no le llegan. Tiene bajo su control el Congreso y lo que está
fuera de él, como los organismos autónomos, los está deshidratando. No los
acabará por decreto, sino de inanición. El doble estándar del presidente se
resuelve con actos de fe y pleitos de barrio. A quien no le guste, como les
dijo a los burócratas, que se vayan a buscar empleo a otra parte. La exclusión
sobre la negociación, porque el arte de construir no tiene cabida en la cuarta
transformación.
El
polpotismo de terciopelo se tiene que instaurar rápidamente, mediante el
genocidio político de todo lo que fue durante los casi 40 años donde establece
López Obrador el periodo para la purga. Lo que viene es el adoctrinamiento.
Aquellos jóvenes que quieran acceder al servicio público tienen que pasar
exámenes de ingreso donde les piden –violando la ley– que revelen por quién
votaron y qué piensan de los programas del presidente. Huelga decir: ante
cualquier asomo de mínima visión independiente y observación crítica, las
gracias por participar, y se cancela su ingreso para la fábrica que está construyendo
un nuevo régimen.
La
transformación requiere de la fuerza de la idea y del discurso. López Obrador
tiene de sobra ambos. Frente a la oposición, el vituperio y el ostracismo. Ante
la razón, el sofisma. Rey del silogismo, López Obrador siempre tiene el
combustible para reforzar el impulso de sus palabras y acciones, la belicosidad
de su retórica. Le irá bien hasta que le vaya mal. Le irá mal si las cosas no
le resultan como las planea. Pero si funciona, entonces qué importa si tiene un
país dividido y confrontado. La reconciliación se dará mediante la sumisión. La
turba será su herramienta más poderosa. Ya se está viendo cómo la está
trasladando de las redes sociales a las calles. Y esto apenas comienza.
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