Jorge Zepeda
Patterson
Como si no
tuviéramos problemas que enfrentar, esta semana buena parte de la conversación
pública (léase medios, redes sociales y charlas de sobremesa) giró en torno a
la especulación de que López Obrador se reelija al final de su sexenio en 2024.
Enrique Krauze, incluso, propuso lanzar un Frente Nacional Antireeleccionista
que podría ser encabezado por el mismísimo Cuauhtémoc Cárdenas. Como es sabido
López Obrador acudió a un notario público para certificar su decisión explícita
de nunca intentar eso de lo que ahora se le acusa. Inmediatamente sus críticos
advirtieron que esa promesa notarial no elimina el peligro. Primero, porque es
un documento que no tiene valor jurídico, simplemente acredita que en tal fecha
esa era su voluntad. Tendría el mismo carácter que un testamento que igual
puede cambiarse cualquier otro día. Y
segundo, porque la reelección no es el único camino para mantenerse en Palacio
Nacional, la otra vía es la extensión del mandato mediante un cambio en la
constitución. Aunque conseguirlo supondría un brete jurídico, en estricto
sentido esa opción no requeriría presentarse a unas elecciones.
Desde luego
el temor no es gratuito. Se originó con el albazo que propinó el congreso
estatal de Baja California mediante el cual se extendió el mandato del
Gobernador de Morena recién elegido. Como se recordará, las elecciones en aquél
estado fueron convocadas para cubrir un período de apenas dos años, obedeciendo
al deseo de recorrer así el calendario estatal y empatarlo con las elecciones
federales intermedias de 2021. Pero una vez en el poder, el Gobernador elegido,
Jaime Bonilla (un empresario ex priista que supo leer a tiempo el cambio de
aires políticos), encontró que 24 meses no justificaban ni el esfuerzo ni los
gastos de campaña y movió los hilos para que los diputados locales le ampliaran
la chamba para continuar hasta el 2024, es decir en total cinco años. El
problema, claro, es que los ciudadanos habían elegido a un funcionario para el
término de dos años, sin derecho a reelección según reza la convocatoria, lo
cual supondría un abuso inexplicable de parte de los generosos legisladores
locales. Curiosamente la mayor parte de ellos eran panistas, algunos en proceso
de cambiar a Morena y en medio de muchas acusaciones de haber sido
convenientemente “maiceados”. El tema seguramente habrá de resolverse en la
Suprema Corte.
Pero el caso
de Baja California encendió las alarmas entre todos aquellos que ven a López
Obrador como enterrador de la democracia. Suponen, incluso, que puede tratarse
de un laboratorio de lo que podría suceder luego a nivel federal. No obstante
el Presidente ha declarado reiteradamente que es un republicano de cepa y cita
a Francisco I Madero, el antirreleccionista, como uno de sus referentes
históricos. Una y otra vez ha dicho que no seguirá en el poder al final de su
mandato y ahora lo ha afirmado ante notario público. Pero se habría ahorrado
toda este desgaste de paja si simplemente hubiese hecho un deslinde crítico con
lo que está pasando en Baja California. Por el contrario, sus intervenciones al
respecto no han podido ser más ambiguas. Interpelado en las mañaneras al
respecto, solo ha dicho que él no metió las manos, que se trata de un asunto
regional y que, en todo caso, las autoridades federales electorales y la
Suprema Corte tendrán la última palabra. Sobre esto último tiene razón, sobre
lo primero hay más dudas. López Obrador no es de Morena sino al revés. Se trata
de un partido hecho en torno a su persona y cuesta trabajo creer que el
congreso local y el mismo Gobernador hubieran perpetrado esta patraña si el
líder nacional se hubiera opuesto. Cabe la posibilidad de que lo hicieran sin
consultarlo, pero no tengo dudas de que, de haberlo deseado, él tenía capacidad
de pararlo una vez que se puso en marcha.
Quiero
pensar que López Obrador es sincero cuando afirma que no traicionará su palabra
en 2024, lo que no me explico son las ganas de complicarse innecesariamente las
tareas de Gobierno. La 4T habría podido quitarse muchos obstáculos y molestias
si el Presidente usara menos explicaciones e impartiera menos lecciones
verbales; si no ofendiera a las tradiciones republicanas con encuestas a mano
alzada para presumirlas como la voz del pueblo, si no desafiara y descalificara
a sus adversarios todos los días casi siempre con razón pero a veces sin ella.
Horas
antes de firmar notarialmente su intención antirreleccionista, dijo en la
conferencia mañanera que gobernaría “hasta que el pueblo quiera”. Se refería a que incluso podría
salir antes, si es que un referéndum se lo pedía. Pero sus críticos lo sacaron
de contexto para insistir que era una amenaza velada para perpetuarse en el
poder. Entre tantos dimes y diretes estamos dejando de ver la transferencia
real que comienza a darse a favor de los pobres y el avance lento pero profundo
en contra de la corrupción. Hay cambios valiosos, pero difíciles de percibir
con tanto ruido. Lo dicho, López Obrador siempre se las arregla para darles
municiones a sus adversarios.
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