Julio Astillero.
El gobierno
federal ha manejado con pinzas el tema del coronavirus y su expansión global,
que inevitablemente va alcanzando a nuestro país. El Presidente de la República
ha mantenido un discurso cuidadoso, que no promueva alarma, voluntarioso en
cuanto a la expectativa de que el problema mundial no haga crisis en casa.
Diariamente, por la noche, un subsecretario de Salud y funcionarios del ramo
van dando un reporte centrado en la realidad asentada en actas formales, con
apenas un puñado de casos comprobados de infección y una narrativa de eventual
gradualismo aún no alcanzado pero sí previsible.
Como si
México fuese una especie de isla en mares agitados, las noticias provenientes
de diversas partes del orbe parecen lejanas, casi fantasmales. Regiones enteras
de algunos países son sometidas a restricciones absolutas, actos masivos son
tajantemente pospuestos o cancelados, congresos y políticos promueven la
asignación de muy altos presupuestos para el combate a este mal creciente,
líneas aéreas suspenden vuelos programados y medidas que en otros momentos
serían tachadas de autoritarias son tomadas para confinar poblaciones, regular
el abasto de mercancías y evitar contagios que especialistas serios consideran
podrían ser desbordantes en cuantías que parecerían propias de películas o
series de ciencia ficción.
A México le
pilla el coronavirus en medio de un complicado proceso de reordenamiento del
sistema de salud pública, tomado durante décadas como botín de los grupos en el
poder político. La nueva administración pública federal no ha podido
restablecer a plenitud la eficacia de ese sistema largamente dañado y saqueado.
En la batalla contra la corrupción se ha caído también en el plano de las
complicaciones serias en materia de abasto de medicamentos y equipo hospitalario.
A mexicanos afectados de enfermedades complicadas y con riesgo de muerte no se
les ha podido satisfacer a plenitud en estos meses de reacomodos de la llamada
Cuarta Transformación.
Sería muy
difícil considerar que ante la eventualidad de un desencadenamiento masivo del
coronavirus en México se tuvieran las condiciones adecuadas para el tratamiento
de un problema que requiere muchos recursos económicos, acondicionamientos
hospitalarios, sobre todo en áreas de terapia intensiva, y una capacidad operativa
que no se ha podido restablecer durante la mencionada batalla contra la
corrupción.
El
coronavirus, por lo demás, no es sólo un problema médico y social. Se está
convirtiendo a toda velocidad en un grave problema económico mundial. La
ruptura de las cadenas de producción y distribución a causa de la suspensión de
labores en centros de trabajo con personas afectadas por el mencionado
coronavirus está golpeando con severidad las expectativas económicas a corto y
mediano plazos.
El proyecto
general del presidente López Obrador está inevitablemente bajo esa amenaza. La
reducción del precio mundial de venta del petróleo, la caída de bolsas de
valores (a pesar de los repuntes circunstanciales) y mercados en general, y la
elevación del valor cambiario del dólar frente al peso, son elementos que
obligan a revisiones y replanteamientos que la Secretaría de Hacienda y el
Congreso federal ya han incorporado a su agenda inmediata.
Al panorama
general del coronavirus y la contracción económica ha de agregarse que los
principales capitalistas del país mantienen una postura de aparente apoyo al
obradorismo, aunque en los hechos no realizan inversiones importantes y se
mantienen recelosos de la política presidencial. Una de las vertientes de esa
resistencia cada vez menos pasiva puede leerse en muchos medios de comunicación
que van aumentando su vertiente crítica al gobierno federal e incluso en
sesiones diplomáticas adversas a la política federal en materia de energéticos
como la que auspició la embajada estadunidense el viernes pasado, según reportó
la agencia Reuters.
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