Raymundo Riva Palacio.
Las últimas
encuestas presidenciales son bastante claras: Andrés Manuel López Obrador y
Morena caminarán solos hacia Los Pinos, en 2018. Ningún candidato del PRI con
sus aliados podrán alcanzarlo. El PAN, ni solo ni acompañado con el Frente
Amplio, impedirá esa victoria. La
aritmética indica que sólo una coalición del PRI con el PAN impedirá que López
Obrador gobierne a partir del primero de diciembre del próximo año, similar a
la que informalmente tuvieron en 2006, cuando el priista Roberto Madrazo no
creció y los gobernadores de su partido se inclinaron por Felipe Calderón, o en
2012, cuando la panista Josefina Vázquez Mota se estancó y la maquinaria
presidencial declinó por Enrique Peña Nieto. Hipotéticamente hablando, si
quieren frenar al tabasqueño, como lo han dicho abiertamente, esa será la única
ecuación con posibilidades de malograr su victoria.
Es casi
imposible, genéticamente hablando, que haya una alianza PRI-PAN registrada como
tal en el Instituto Nacional Electoral en noviembre. Pero si no legal, podrá
ser explícita. En la hipótesis de trabajo, Peña Nieto depende de que su
candidato o él/la del PAN lo sucedan para así completar el ciclo de maduración
que requieren sus reformas económicas y frenar a López Obrador, que quiere
revertirlas; son dos los factores a considerar: el PRI necesita al candidato
que más sume, y es imprescindible pactar con los gobernadores panistas el
apoyo, en caso de que el abanderado del partido en el poder aventajara a quien
encabece el boleto del PAN.
El que más suma hacia fuera del PRI
es quien probablemente tiene más resistencias en el interior del partido, el
secretario de Hacienda, José Antonio Meade. Miembro transexenal de gabinetes,
forma también parte de una cofradía de itamitas que crecieron juntos y se
encuentran repartidos en diversos partidos. El más importante, por el papel estratégico que puede
jugar, es el senador panista Ernesto Cordero, cuyo rol puede ser analizado
desde los dos escenarios sucesorios que se perfilan en el PAN: ante una ruptura
en el partido por la imposición de Ricardo Anaya como candidato, puede jugar
como enlace con quien chocaría, el expresidente Felipe Calderón, y persuadirlo
para que la eventual candidata independiente, Margarita Zavala, en caso de no
prender –como muy seguramente sucederá con cualquier independiente–, respaldara
a Meade, con quien también trabajó.
Meade es el preferido de los
empresarios, que están a disgusto con el secretario de Gobernación, Miguel
Ángel Osorio Chong, por la crisis de seguridad –que achaca al gobierno de
Calderón–, y con
diferencias con el de Educación, Aurelio Nuño, quien los maltrató en la primera
parte del sexenio. El secretario de Salud, José Narro, es estimado por las
cúpulas empresariales por sus formas políticas y por lo estructurado de su
mente, como lo demostró ante unos impresionados legisladores verdes que lo
escucharon la semana pasada en su plenaria –Meade fue el otro secretario que
más les gustó–, pero la diferencia con el secretario de Hacienda es
precisamente su área de experiencia.
El problema
de Meade es el PRI, del que no es militante, que no lo es menos con Nuño. Les
reconocen inteligencia, pero no fidelidad. A Meade lo han visto más como
panista –aunque en el gobierno de Calderón le tenían recelo porque lo veían muy
cerca de priistas–, y a Nuño le critican la ausencia de compromiso con el
partido, que es la forma como traducen los temores de que no tendría ningún
escrúpulo, en un momento de definición, de sacrificar al PRI y a los priistas
por un objetivo que considere superior, como fue durante la negociación del
Pacto por México, que por mantener el apoyo del PAN fue de quienes decidieron
ignorar actos de corrupción monumentales en la administración de Calderón.
Narro es bien visto por los priistas, sobre todo por sus dirigentes, al igual
que Osorio Chong, que además tiene el respaldo de las bases. Pero el secretario
de Gobernación no tiene mucho más. Fuera del PRI, provoca urticaria.
Quién suma
más fuera del PRI no lo es todo. Quiénes son los que le sumen a cualquier
candidato del PRI es altamente relevante. En este escenario, los gobernadores
son vitales. La elección presidencial de 2006 es el estudio de caso. Madrazo,
desde la presidencia del PRI, impuso su candidatura presidencial –que es lo
mismo que hoy está haciendo el panista Anaya–, y fracturó al partido. Una
oposición nacional llamada Todos Unidos Contra Madrazo operó contra él. La
división congeló a Madrazo en el tercer lugar de la contienda, lo que hizo que
los gobernadores del PRI, en especial en el norte del país, volcaran sus
maquinarias para apoyar a Calderón.
Al estallar
el conflicto postelectoral, con la oposición beligerante de López Obrador y la
toma de Paseo de la Reforma, cuya
polarización calentó la mente del entonces rector de la UNAM, Juan Ramón de la
Fuente, que fraguó con Juan Francisco Ealy Ortiz, el dueño de El Universal, y
los análisis jurídicos de Diego Valadés, la posibilidad de una crisis
constitucional para ungirlo como presidente de transición, otros gobernadores
priistas, como el del Estado de México, Peña Nieto, trabajaron por la
gobernabilidad y junto con los coordinadores priistas en las cámaras, Emilio
Gamboa y Manlio Fabio Beltrones, operaron la toma de posesión de Calderón.
Los gobernadores priistas jugaron un
papel central en impedir que López Obrador ganara la presidencia y en mantener
la legalidad del proceso. Peña Nieto lo vivió y hoy necesitará un acuerdo
similar. De ello se
hablará en un próximo texto.
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