Jorge Javier
Romero Vadillo.
Desde el
origen de la organización estatal mexicana, la procuración de justicia fue
concebida como uno de los elementos fundamentales del ejercicio del poder
político. El control presidencial de la procuraduría federal –como el de los
gobernadores de la de cada uno de los estados– fue un instrumento fundamental
para la venta de protecciones particulares y la negociación de la desobediencia
de la ley, pilares de los mecanismos de reducción de la violencia que permitían
el gobierno de la población y el control territorial más o menos incontestado.
Las procuradurías han sido
tradicionalmente en México correas de transmisión de la arbitrariedad
presidencial o de los gobernadores. Su estructura es
clásicamente clientelista: un Procurador nombrado por el ejecutivo, integrante
de su gabinete, casi siempre un operador político de mano dura, a la cabeza de
una pirámide de relaciones de reciprocidad y disciplina, donde cada agente del
ministerio público le debe el puesto a su jefe, por lo que su permanencia depende
de su sumisión a las decisiones tomadas en la cúpula, sin ninguna autonomía en
su cargo, sin una carrera bien definida en sus procesos de promoción y
permanencia, sin grandes exigencias de conocimientos y capacidades en el
reclutamiento, pues la obtención del puesto era una prebenda de la lealtad
política.
Las procuradurías, además, han tenido
bajo sus órdenes a las policías judiciales, cuerpos de estructura cerrada,
refractarios al escrutinio, disciplinados para obedecer las consignas
políticas, pero extraordinariamente corruptos y poco capacitados técnicamente
para la investigación seria de los delitos. Durante años, las policías judiciales ejercieron su
tarea gracias a su entrelazamiento con las redes delincuenciales, con las que
mantenían una relación de tolerancia respecto a los delitos menos violentos, a
cambio de su colaboración para contener a aquellos de mayor impacto social. Se ha tratado de cuerpos especialistas en
fabricar culpables, obtener confesiones bajo tortura, hacer detenciones arbitrarias,
sembrar pruebas, extorsionar a los presuntos delincuentes y vender impunidad.
Las procuradurías han sido unos de
los cuerpos donde se hacen más evidentes las contrahechuras del Estado
mexicano: débil, inepto, corrupto y arbitrario; cada agencia del ministerio
público –local o federal– es un escaparate de la descuajaringada estructura del
poder público: oficinas astrosas, personal prepotente y abusivo, funcionarios
iletrados y descaradamente venales. A pesar de todas esas taras evidentes, su
carácter de brazo del supremo poder ejecutivo hizo que tradicionalmente sus
consignaciones fueran juicios anticipados, pues casi siempre los jueces daban
por buenas las acusaciones mal fundamentadas y con pruebas dudosas de los
ministerios públicos, como muestra de sumisión de la judicatura al poder
incontestable.
Y qué decir de su disposición a
investigar o perseguir delitos en los que estuvieran involucrados políticos en
gracia. Ni el latrocinio más evidente provocaba sospechas si el que lo cometía
no había roto los pactos de complicidad, lealtad y disciplina política. Pero,
pobre de aquel díscolo que se enemistara con el Gobernador o, peor aún, con el
presidente: sobre él caería “todo el peso de la ley”, siempre ligero para los
amigos, pero implacable con los adversarios, en la mejor tradición juarista de
la política nacional.
La
manipulación política de la Procuraduría General queda obvia cuando se cuentan
15 titulares desde el gobierno de Salinas a nuestros días: un promedio de
permanencia en el cargo de apenas dos años. La falta de continuidad en la
cabeza del ministerio público y el cuerpo de investigación federal de los
delitos es una muestra de su debilidad institucional, la cual se refleja en su
incapacidad para construir un marco de reglas eficaz para combatir los delitos,
que muestre el músculo estatal para aplicar de manera obligatoria de la ley y
le dé certidumbre a la sociedad en sus vidas, sus derechos y sus propiedades.
El cambio en
la procuración de justicia del Estado mexicano es urgente y no puede ser
meramente cosmético. No basta con un cambio de nombre y un nombramiento
político de un titular transexenal. Es indispensable un rediseño mayor, un
auténtico cambio institucional, para construir un cuerpo profesional, con
mecanismos de reclutamiento basados en las capacidades técnicas y los
conocimientos de agentes ministeriales e investigadores. Un cuerpo de fiscales
federales de carrera, que se promuevan en sus cargos con base en el desempeño y
el mérito, capaz de enfrentar con éxito los retos del sistema penal acusatorio.
Abogados profesionalmente capaces, que sepan argumentar oralmente, con un
sentido ético de la justicia. Detectives e investigadores con los saberes
necesarios para usar la ciencia en sus indagatorias y no la extorsión y la
tortura. Y ese modelo de profesionalización, base de una auténtica autonomía,
debe replicarse en cada entidad federativa.
La nueva fiscalía no puede heredar en
automático los vicios y la corrupción que hoy imperan en la procuraduría
general. Si el nuevo cuerpo nace con los lastres que hoy impiden el buen
funcionamiento de la procuración de justicia y reproducen las arbitrariedades
del autoritarismo de la época clásica del PRI, no se cumplirá con la necesaria
tarea de reconstrucción de capacidades estatales que el cambio debe implicar.
Se debe crear, en cambio, un nuevo
organismo, donde cada uno de sus integrantes se someta a un proceso de
reclutamiento basado en los criterios profesionales que le deben ser
consustanciales. Los integrantes actuales de la PGR deberán, para ingresar al
nuevo cuerpo, someterse a una evaluación de desempeño rigurosa que deseche a
aquellos que no la superen.
La nueva
fiscalía requiere, también, de legitimidad simbólica de origen. Desde su primer
titular se debe buscar la mayor despolitización del cargo posible. No es admisible que un cuadro político del
actual gobierno, como Raúl Cervantes, quede a la cabeza; el fiscal general y
los fiscales especiales, como el anticorrupción o el de delitos electorales,
deben ser cuadros claramente independientes de los partidos, con credenciales
profesionales sólidas. Solo así nacerá el cuerpo que refunde la relación de la
sociedad mexicana con la ley.
Por eso es lamentable que, en lugar
de entrar al fondo del diseño técnico de la fiscalía, la mayoría de los medios
esté abordando la discusión desde la perspectiva del pleito partidista por el
nombramiento del titular, como si lo relevante fuera si Zongo le dio a
Borondongo y Borondongo a Bernabé, y no la reforma de fondo de uno de los
pilares de un auténtico estado de derechos.
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