Raymundo Riva Palacio.
La temeridad
y rápidos reflejos para el contraataque le han permitido a Ricardo Anaya
enfrentar durante casi un año las denuncias sobre el origen de su fortuna, y
evitar que los señalamientos sobre sus actividades empresariales que sugieren
conflictos de interés, no lo aplasten como político, ni ponga en etapa terminal
su ambición por la candidatura presidencial. Anaya ha cuestionado la solidez de
las denuncias en su contra, sin aportar información clara que las
contrarresten. A los documentos los refuta con retórica y niega de manera
categórica las extrañas operaciones financieras que le adjudican. La realidad
es que su comportamiento se sale de los parámetros de la normalidad.
La última, una investigación de El
Universal sobre la operación de compra y venta de una nave industrial en
Querétaro por 54 millones de pesos propiedad de él y la familia de su esposa,
Carolina Martínez Franco, se congeló ante el sismo del 19 de septiembre. Pero
esa revelación no es un tema menor. Mostró un esquema que utilizan quienes
lavan dinero. Anaya se dice inocente de cualquier imputación, y no hay ninguna
investigación federal que se sepa, que esté revisando lo que la prensa ha
denunciado. No obstante, la tibieza de la autoridad para iniciar una
investigación que lo deslinde o lo impute, cada vez surge más información sobre
movimientos financieros de él y su familia, que dejan muchas preguntas
abiertas.
Hay acciones extrañas tomadas por
Anaya y su esposa, como el que durante los casi tres años que envió a su
familia a vivir a Atlanta, hayan usado sistemáticamente dinero en efectivo, con
lo cual no hay rastro del dinero de sus operaciones y, por tanto, del origen de
los recursos. Su esposa pagó casi siempre con efectivo o con tarjetas de débito
prepagadas. No utilizaba tarjetas de crédito, y tampoco tenía cuentas
bancarias. Utilizaba órdenes de pago (money orders), y en el extremo del
cuidado, no acudía casi nunca a realizar operaciones en los cajeros
automáticos. Este patrón habla de un método seguido a pie juntillas para no dejar
rastro de cuánto dinero requerían para la manutención familiar.
Todo lo que tenía que ver con su
alimentación, la de sus tres hijos y la del propio Anaya cuando los visitaba el
fin de semana en Atlanta, se compraba sin dejar rastro en el sistema financiero. Sus
compras en supermercados eran realizadas con dinero en efectivo, money orders y
tarjetas de crédito prepagadas que no tienen registrado el nombre del
consumidor, así como también la ropa de todos y los cosméticos de la señora
Martínez Franco. Las compras en efectivo no suelen ser comunes en Estados
Unidos, pero es el patrón que siguió la familia Anaya en Estados Unidos.
De esta
forma se pudieron esconder los gastos realizados como, por citar un ejemplo, el
esparcimiento de la familia y algunas compras de bolsas finas entre octubre del
año pasado y enero. Solamente en ese periodo, de acuerdo con personas que conocieron de las acciones de la señora
Martínez Franco, adquirió ocho tarjetas prepagadas por un valor total
aproximado de tres mil 500 dólares, que fueron utilizadas para la compra de
ropa costosa en Burberry y BCGB Maxazria, bolsas en Tory Burch, perfumería en
Sephora, y el divertimento de sus tres hijos en parques de recreaciones.
La utilización per se de dinero en
efectivo y tarjetas prepagadas no constituye ningún delito. Fue el método
utilizado por la familia Anaya para impedir, se puede argumentar, que sus
gastos en Estados Unidos fueran transparentes y pudieran ser analizados y
cotejados con sus ingresos declarados. De acuerdo con las personas que conocen sus operaciones, este método comenzó a utilizarse después de
que en octubre y noviembre pasados la prensa documentó la frecuencia de viajes
de Anaya a Atlanta, y realizó una estimación del costo de vida de su familia en
aquella ciudad de Georgia.
Según los
cálculos, el costo de los viajes y la
manutención de la familia de Anaya ascendía a un total entre 10 millones y
medio y 14 millones y medio de pesos al año, lo que generó un escándalo porque
en su declaración 3de3 reportó que sus ingresos anuales fueron de un millón 158
mil pesos y los de su esposa un millón 503 mil pesos, notoriamente inferiores a
lo estimado de su gasto en Atlanta.
Anaya se
defendió cuando aparecieron aquellas denuncias, y dijo que su patrimonio era
producto de su trabajo, del de su esposa y de las tres generaciones de su
familia. Cuando se le acusó de omitir en su declaración la información sobre
los ingresos que había obtenido como accionista de dos compañías en 2014,
solicitó al Instituto Mexicano para la Competitividad y la Transparencia
Mexicana, que elaboran la declaración 3de3, si había incurrido en alguna
omisión. La respuesta fue que no tenía obligación de incluir a otras personas
en su declaración patrimonial.
Anaya ha ido sorteando todos los
obstáculos que la rendición de cuentas le exige. Utiliza muy eficientemente la
esgrima verbal para atajar las denuncias y críticas y no va dejando cabos
sueltos, como el dejar de utilizar el sistema bancario y financiero para
ocultar sus gastos.
Una vez más hay que insistir que usar efectivo o instrumentos que no dejan
huella no es un delito, pero sí impide una revisión sobre el origen de los
recursos. En este sentido, pueden ser de procedencia ilícita o evasión de
impuestos. Anaya se dice inocente lo
que, de ser cierto, lleva a la pregunta de por qué hacer cosas buenas que
parecen malas.
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