Javier Risco.
Miles de
personas aún duermen en los albergues. Son a los que no les ha quedado nada, no
tienen ni siquiera un patio para cuidar los trastes rotos, las fotos familiares
o los libros heredados. Algunos viajan con maletas grandes, otros se cubren con
ropa regalada, todos huelen distinto. La gran mayoría agradece haber
sobrevivido, sin embargo, todos viven con angustia. Los que habitan un lugar
que no es suyo coinciden en que dormir, hablar, mirar, caminar, sonreír y
llorar [no será como antes]. Saben que no hay retorno a sus viejas paredes y
que es doloroso.
La gente no
ha dejado de ayudar, acude a los albergues con cobijas, almohadas, juegos de
mesa, libros, tratan de dar un poco para gente que tiene casi nada. También
llegan cajas llenas de sopa instantánea, atún, frijoles en lata, tortillas,
tortas preparadas, sándwiches y garrafones de agua. Mientras esto sucede leen en los periódicos y escuchan en las noticias
que “se está trabajando en una reconstrucción”. El gobierno promete darles
apoyos, que a todas luces ofrecen un futuro indigno. No es suficiente.
¿Pero qué
significa dormir en un cuarto con 150 personas? ¿Podemos imaginárnoslo?
Significa que las fotos escondidas en el cajón de los calcetines nunca más las
tendrán entre sus manos; que la plática matutina con el vecino que salía a la
misma hora, no se repetirá; que el cd rayado que compraron en la universidad no
volverá a escucharse.
Nadie
regresará a acostarse un sábado por la tarde en ese sillón que significa mucho,
porque fue el primer mueble que compraste cuando dejaste la casa de tus padres,
ni podrás brindar en las copas de cristal que tardaste seis meses en pagar a
crédito. Las paredes que se pierden se llevan los objetos que son testigos de
nuestra vida día a día y que a la 1:14 pm cambió para siempre.
Con el derrumbe no sólo se pierden
los espacios, también se caen las dinámicas de vida que habías construido a lo
largo de los años. ¿Cómo reconstruir eso?
El viernes,
en el programa, Así las Cosas, de W Radio, hablamos con la doctora Miriam
Bertrán, profesora de la UAM Xochimilco, encargada del Programa Alimentación y
Cultura, y nos dio la primera clave para la reconstrucción interna, esa que no
tiene que ver con cemento, varillas ni decretos de gobierno, sino con la
memoria, con los recuerdos en escombros.
La ayuda no es sólo llevar sándwiches
y tortas en los albergues, en los que más de mil desplazados tendrán que
esperar ese plan de reconstrucción, sino regresarles un poco de su vida.
La idea es acudir a estos albergues y
llevar alimentos frescos, no preparados, dejar de lado la practicidad de una
torta y llevar una cocina móvil: una parrilla, con un sartén, una olla y
preparar, por lo menos, una comida, con familias afectadas. Que les lleves más
que alimento, la oportunidad de volver a cocinar, a su modo, con sus secretos
de familia, con la cantidad de sal que les gusta y teniendo la oportunidad de
elegir cuánto aceite ponerle.
La doctora nos explicaba la
importancia de la sazón en medio de la tragedia: ¿a qué te lleva un arroz
preparado por ti mismo, por las manos de tu padre o de tu madre? A partir del
gusto se reconstruye el tejido familiar, se crea pertenencia, se fortalecen los
lazos, se regresa al hogar que aún se tiene en la memoria y que no sólo se
formaba de paredes.
Los sabores
como los olores nos transportan a momentos y nos traen a personas, recuerdos
que van cicatrizando las grietas de un temblor que les quitó una casa, pero que
no les puede arrebatar recuerdos.
Hay que
aliviar desde el sabor, y aunque la doctora Bertrán sabe la precariedad de la
situación, que en un albergue no se pueden cocinar las tres comidas y menos
diario, dice que sí podemos hacer el esfuerzo de acercarles este ritual de la
intimidad por lo menos una vez a la semana.
¿Cómo se reconstruye una vida? No
está nada mal empezar con un bocado.
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