Raymundo Riva Palacio.
La velocidad
con la que los mexicanos se acercan a la ruptura del orden no es fortuita. El
escepticismo con el cual ven los avances democráticos tampoco es
circunstancial. El desinterés por luchar contra la corrupción y el desdén con
el que se ve a la autoridad se aprecia en todos los estudios que miden los
sentires del mexicano. No hay credibilidad en las instituciones, que no se
perciben capaces o interesadas en resolver los desacuerdos de la sociedad. Los
mexicanos, como se apreció en la última encuesta de Latinobarómetro, son cada
vez menos afectos a la democracia y más proclives a la anomia. La decepción,
que lleva a ese estado, tiene fundamento: las
instituciones no están a la altura de la circunstancia.
La seguridad, por citar el fenómeno
que más impacta y preocupa a los mexicanos, se ha ido para abajo por la
debilidad de las policías locales, que no llegaron a ello por el deterioro de
un proceso sino por la estrechez de miras del gobierno federal que pidió
posponer durante dos años la certificación de los policías municipales, y el
Congreso, que, sin reparar en las consecuencias, lo autorizó. Para entender en un microcosmos lo
que esto causó, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa jamás habría
sucedido, porque de haberse dado la
certificación, los policías que los detuvieron no habrían pasado las pruebas de
confianza. El Estado no cometió el crimen de los normalistas, pero
definitivamente contribuyó con él.
El bienestar, que se refiere a la
calidad de vida, se ha desplomado en varias regiones del país. El pésimo manejo
de Pemex en la primera parte de este gobierno, junto con la reforma energética,
por mostrar con un ejemplo, provocó una pérdida de empleo en los estados que
vivían de los hidrocarburos, porque la producción cayó junto con el empleo, que
dejó a comunidades que vivían en bonanza, convertidas en pueblos fantasma, como documentó Eje Central con un
reportaje reciente sobre la muerte de Ciudad del Carmen, la puerta de entrada a
la rica Sonda de Campeche. La apertura
del sector no fue acompañada por un paquete de políticas públicas que tejiera
una red de protección social que acompañara la reconstrucción económica de esas
zonas. La falta de empleo, en Veracruz y Tabasco, sobre todo, provocó un brinco
del secuestro, como registró el Índice GLAC.
En estos
años, no hubo necesidad que hicieran caso a quien decía que había que mandar al
diablo a las instituciones. Las
instituciones, solitas, se fueron al diablo de la mano de quienes las
encabezaban. Al Proyecto Mundial de Justicia, una organización no gubernamental con sede en Washington, le ha
preocupado tanto el estado de derecho en México, que este año lanzó una
investigación especial para determinar el alcance de su deterioro. Durante el
verano realizaron más de 20 mil encuestas en la Ciudad de México, Guadalajara y
Monterrey, cuyos resultados aún no han sido dados a conocer. Pero en su informe
de 2016 sobre el estado de las leyes en el mundo, los resultados de México son
desalentadores, y demuestran el deterioro institucional.
El índice
revisó a 113 países y ubicó a México en el sitio 88 general, y en el 24 de 30
naciones latinoamericanas. México se
encuentra como Rusia (autoritario), Myanmar (dictatorial) y Liberia (controlado
por jefes tribales de guerra), pero muy debajo de las principales economías de
América Latina e, incluso, detrás de países como El Salvador (que se encuentra
aún en transición tras su guerra civil).
A México le va mal en prácticamente
todo, con retrocesos en la desconcentración del poder gubernamental y en los
derechos fundamentales, como el debido proceso y la libertad de expresión. La
corrupción mancha a todas las instituciones, que es el factor que coloca a
México casi en el sótano entre todas las naciones de la región.
Los síntomas del deterioro, que en
algunos momentos se presentan como enfermedad, son ignorados por la búsqueda de
objetivos particulares en la clase política. El mejor ejemplo es lo que sucedió
con Santiago Nieto, destituido
como fiscal electoral, cuyo caso fue llevado al Senado, como establece la ley,
pero manejado cupularmente en la Junta de Coordinación Política, como deseaba
el presidente Enrique Peña Nieto que se procesara. Ahí se impusieron el PRI y el Partido Verde, con menos de un punto
porcentual de representación que tres partidos en ese mismo cónclave, para
realizar un proceso opaco que terminó con un insulto a la inteligencia:
para evitar llevar el tema a votación, como dice la ley, se fueron a un receso
del que regresarán cuatro días después del plazo máximo que se establece para
votar la restitución del fiscal. Cínicamente salomónico, el tiempo fue a lo que
se acogieron para que solucionara lo que debió haber estado apegado a la ley.
La fiscalía electoral está acéfala,
aunque desde hace siete semanas comenzó el proceso electoral. Tampoco hay
fiscal anticorrupción, una exigencia nacional que las instituciones prefieren
ignorar, pese a los reclamos contra la impunidad. No habrá tampoco un fiscal
general hasta después de la elección presidencial porque de lo que se trata no
es de atender las necesidades y urgencias del país, sino las particularidades
de las instituciones que detentan el poder.
Las instituciones no dejan de jugar
con los mexicanos que, visto a través de los ojos de Latinobarómetro, se están
cansando de todas ellas.
Mandar al diablo las instituciones no
es el camino para resolver los problemas, pero verdaderamente, son tantas las
frustraciones que esa corriente de opinión se va a ir legítimamente
fortaleciendo.
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