Gustavo De
la Rosa.
"Hablamos
de cientos de miles que no van a abandonar las calles, ni dejar de acudir a su
trabajo o protegerse del contagio".
Escribo
desde Ciudad Juárez, la frontera industrial del norte, con un millón y medio de
habitantes y más de un millón 150 mil derechohabientes del IMSS. La gran
mayoría de las personas que viven por acá son trabajadores industriales,
obreras de producción y empleados del servicio de transporte de personal, y
aunque también existen muchos comerciantes informales, su labor también gira en
torno a la producción industrial; ninguno de ellos se puede quedar en casa, y
es inevitable salir del hogar a las 5 de la mañana para empezar a trabajar.
Hablamos
de cientos de miles que no van a abandonar las calles, ni dejar de acudir a su
trabajo o protegerse del contagio, porque en la planta los puestos de
producción están apenas separados 50 cm uno del otro y hasta el momento las
fábricas se mantienen activas, con su integridad financiera asegurada, y sin
ofrecer a sus trabajadores alternativas para que puedan quedarse en casa.
Simplemente
esta semana, que se adelantó la suspensión de clases en el estado de Chihuahua,
se generó un gran desequilibrio en los hogares de las obreras, muchas de ellas
madres solteras, porque para ellas las instituciones no son sólo lugares de
aprendizaje para sus hijos sino que cumplen el papel de guarderías mientras
ellas laboran y buscan su salario, indispensable para la vida familiar; durante
estos días ellas enfrentarán una crisis doméstica, porque no podrán quedarse a
cuidar a sus niños, ya que perderían su salario si abandonan su empleo.
Sin embargo,
existe otro enorme grupo de personas a quienes les resulta imposible
quedarse en casa, un grupo integrado por individuos marginados y descalificados
socialmente, pero seres humanos a fin de cuentas; entre ellos están niños en
situación de calle, que hace tiempo fueron expulsados de sus hogares por padres
o familiares insensibles e irresponsables, personas mayores e indigentes que se
protegen en albergues o dormitorios temporales, y cerca de 20 mil adictos cuyo
trabajo o estudio han sido afectados por sus dependencias y que enfrentan
problemas personales, familiares y de salud mental, muchos de ellos también sin
domicilio.
Para
ellos ha sido una bendición que el COVID-19 permanezca en su primera fase, de
importación viral, aunque ahora que la autoridad determinó que está cerca de
presentarse su segunda fase, la contaminación comunitaria, muchos de ellos
están en riesgo de convertirse en portadores del virus, otros tantos de sufrir
sus síntomas más graves y otra fracción importante, debido a sus circunstancias
de salud, podría enfrentar la muerte.
Por eso
es tan importante opinar sobre la situación del país, desprendiéndose primero
de las filias y fobias ideológicas o políticas, pues México enfrenta una
situación de altísimo riesgo, no sólo como territorio o administración pública
sino como la nación de los invisibles y desfavorecidos, de los que mueren por
mala alimentación, de los que padecen Diabetes Mellitus, Hepatitis C, y de las
víctimas de sobredosis o del sicariato; esos miles que no se pueden quedar en
casa, muchos porque no la tienen, y que seguirán saliendo a jugársela en la
calle, en el trabajo, forzándose a salir adelante y a vivir un día más.
El día de
ayer platiqué con un viejo parquero, estos hombres que trabajan en los
exteriores de los centros comerciales cuidando los autos de los consumidores
mientras hacen sus compras, la mayoría de ellos mayores de 60 años y con salud
deteriorada, siempre dispuestos a ayudarle a uno a subir sus provisiones al
vehículo a cambio de una mínima propina.
Él estaba
profundamente triste, sentado en el cordón del estacionamiento que vigila, así
que me acerqué a él y le pregunté directamente, ¿cómo le haría ahora que la
gente se quedará en casa y que los clientes no vendrán? ¿Quién le va a dar sus
propinas indispensables? ¿Qué piensa hacer? Me vio, incrédulo, y me dijo,
“vamos a salir adelante, a Dios me encomiendo todos los días y todos los días
regreso a casa, y ante estos malos días esta es mi esperanza”, y al momento me
entregó una estampa religiosa que, por el reverso, decía así (lo transcribo con
todo y faltas de ortografía):
“K el SEÑOR
los vendiga a todos y nos guarde buenos dias todo va a estar bien pongamonos en
las manos de Dios porque solo el save lo k va a pasar porque el solo tiene el
control de nuestras vidas solo el save porque el es el dueño dela vida de cada
uno de nosotros y el tiene la ultima palabra k Dios los vendiga a todos bonito
dia vivamos el dia porque el mañana no es de nosotros k Dios los vendiga”.
Lo leí,
le entregué algo de dinero y me retiré, convencido de que sólo la confianza en
Dios y la convicción de que le ayudará, permite que este México invisible salga
cada mañana de su hogar (si es que lo tiene).
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