Dolia
Estévez.
“Ser un
empleado de un medio para contar la verdad del dueño en lugar de la tuya, es
algo terrible” — Luis de Olmo
Cuando la
televisión apenas era un mueble parlante novedoso en los hogares
estadounidenses en 1953, el senador anticomunista Joe McCarthy, la usó para
infundir miedo, propagar mentiras y atacar con beligerancia a personas
inocentes. Edward Murrow, gigante del periodismo universal, se subió al ruedo
para confrontarlo en la misma plaza.
Con
información dura y testimonios irrefutables, Murrow exhibió incisivo las
tácticas de terror de McCarthy desde su espacio vespertino en la cadena CBS. El
choque televisivo entre los dos titanes marcó un parteaguas. La contribución de
Murrow al derrumbe del hombre que escribió una de las etapas más oscuras de la
historia estadounidense le mereció un capítulo dorado en los textos sobre
periodismo que trasciende. Logró cambiar la historia con dos viejas
herramientas disminuidas en la actualidad: credibilidad y compromiso.
Poco tiene
que ver con el de Murrow el periodismo televisivo de hoy. Los presentadores,
con escasa excepción, son simples lectores de noticias y boletines. Llamarlos
periodistas es insultar al oficio. En un show que llaman noticiero se ocupan y
preocupan más por el look. Repiten lo que el dueño del medio dicte como muñecos
de ventrílocuos. Son tontos útiles en el mejor de los casos. Aún así, ganan
sueldos superiores al resto del gremio.
En Estados
Unidos, los presentadores de los principales noticieros matutinos y vespertino
mejor pagados tienen salarios de entre 5 y 20 millones de dólares anuales. El
rating determina su cotización en un competitivo mercado donde son subastados
como mercancía.
Megyn Kelly,
conductora estrella de Fox News, capitalizó el célebre ataque misógino de Trump
del que fue objeto en un debate presidencial. Fue contratada por NBC tras
vencer su contrato con el canal favorito del presidente con un sueldo anual de
20 millones de dólares, ocho más que en Fox News. La actriz Charlize Theron
protagonizó a Kelly en un redituable biodrama fílmico que narra la historia de
las mujeres conductoras en Fox News escogidas por su aspecto: rubias, esbeltas,
ojos claros. El protagonismo como negocio.
La
desastrosa crisis de salud que azota al mundo está poniendo a prueba a esta
noble profesión de inigualable importancia por su influencia. La sociedad
demanda, con todo derecho, información confiable sobre la pandemia. No quiere
retratos color de rosa de la realidad. Ni llamados sediciosos contra la
autoridad.
Rechaza las
abominables fake news y la narrativa de odio en las benditas-malditas redes
sociales y en los medios. Detesta la criminal politización de la ciencia y de
los datos. Quiere comunicadores con credibilidad en los medios electrónicos y
escritos, no chachalacas. Analistas y críticos responsables, que abonen al
sentido cívico de la sociedad y a la unidad, no a la polarización. Las
audiencias disciernen entre el buen y el mal periodista.
En Estados
Unidos, cuyo poderío científico, económico y militar no ha podido vencer al
virus, no son los noticieros de Fox los que están atrayendo las mayores audiencias
en la televisión abierta, sino los vespertinos de las cadenas tradicionales con
presentadores que transmiten con credibilidad y empatía la notica diaria. Con
5.8 millones de televidentes, CBS es número uno, seguida por NBC y ABC. Fox y
Univision, rezagadas.
En las
pandemias, como en las guerras y bajo las tiranías, cuando la vida de millones
está en riesgo, es un error asignar el mismo tiempo a la versión de cada lado
de la ecuación. No hay manera de ser “objetivos” en la cobertura de un
presidente que alucina remedios suicidas como inyecciones de desinfectantes o
recomienda el arriesgado uso de la cloriquina y la hidroxicloriquina desde la
tribuna presidencial. Difundir mentiras sin dar más tiempo a las explicaciones
de científicos, médicos y especialistas es irresponsable.
Laura
Ingraham, conductora estrella de Fox News, promovió agresivamente los dos
medicamentos como “alivio milagroso” ante millones de televidentes durante un
mes. Luego de que Trump, presionado por la comunidad científica, moderara su
entusiasmo por los medicamentos no autorizados para tratar el COVID-19,
Ingraham no volvió a decir nada.
Javier
Alatorre, presentador de noticias de TV Azteca, está cortado con la misma
tijera que los ideologizados conductores de Fox News. Tan peligrosa es su
convocatoria a desobedecer a Hugo López-Gatell, designado vocero del gobierno
federal para la crisis del coronavirus, como la desinformación de Fox News.
Incendió a las redes sociales su llamado a la sedición y a no hacer caso a la
información del gobierno, refrendado por TV Azteca vía Twitter. Una petición
para retirarle la concesión a TV Azteca reunió casi 300 mil firmas en la
plataforma Change.org en 48 horas.
Decepcionó
la respuesta de AMLO. Condescendiente. Todos cometemos errores. Alatorre es
“amigo”. Nada sobre Ricardo Salinas Pliego, el detestado dueño de TV Azteca que en desobediencia
a las normas federales mantiene abiertas las tiendas Elektra poniendo en
peligro a sus empleados.
Desacreditar
los datos oficiales sobre el coronavirus conviene a los negocios de Salinas
Pliego. Decía Kapuscinski que cuando se descubrió que la información era un
negocio, la verdad dejó de ser importante. Por encima de la vida humana, la
avaricia rentista.
Alatorre
no es periodista. Hubiera renunciado o, mínimamente, hubiera pedido disculpas
púbicas de serlo.
Fox News
tuvo la decencia de despedir a la conductora que negó la pandemia del
coronavirus que falsamente atribuyó a una gran farsa de los demócratas.
Ricardo
Salinas Pliego no conoce la decencia. Toda su vida ha hecho lo que se le da la
gana. Con la impunidad que le confiere ser el segundo hombre más rico de México
instiga a la subversión y explota a empleados indefensos.
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