Raymundo
Riva Palacio.
Primero fue
un tema político. Las instrucciones del presidente Andrés Manuel López Obrador
a todos los gobiernos de Morena en el país eran que no pararan actividades.
Incluso, cuando Claudia Sheinbaum, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México,
informó a Palacio Nacional que iba a cancelar el festival Vive Latino, la
respuesta del Presidente fue tajante: de ninguna manera. De nada sirvieron sus
argumentos científicos de que podría ser una fuente de contagio de coronavirus.
Tras una larga discusión con el consejero jurídico de la Presidencia, Julio
Scherer, Sheinbaum acató a regañadientes.
Después fue
un tema económico. No quería parar actividades económicas porque iba a afectar
su programa de gobierno; inyectó más recursos a sus programas sociales y ajustó
las fechas para el restablecimiento de las actividades. López Obrador ha
exigido a todos los funcionarios que pongan fechas para el regreso a la vida
normal. Algunos, como recientemente el secretario de Educación, Esteban
Moctezuma, dio la fecha de reinicio a clases, pero en privado, funcionarios de
esa dependencia señalan que cuando menos, tendrán que seguir cerradas las
escuelas dos semanas más.
Quien ha
sido más reacio públicamente a establecer fechas determinantes es el zar del
coronavirus, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, quien puso en tela
de juicio durante una comparecencia mañanera, la fecha que daba López Obrador
como final de la crisis. López-Gatell, dicen funcionarios, es uno de los pocos
miembros del entorno de López Obrador que apoya medidas más severas de
confinamiento para contribuir a la ralentización de la transmisión del
Covid-19. Pero el Presidente, montado en su yegua, afirmó que “ya se ve luz al
final del túnel”, a una semana todavía de que empiece la parte más crítica de
la pandemia.
López-Gatell
no está solo en ese grupo que se cuenta con los dedos de una mano. Sheinbaum
está pujando por un aumento en la severidad de las medidas de confinamiento,
sin necesidad de llegar al extremo de un toque de sitio –que ha rechazado–, que
obligara a impedir la libertad de movimiento, y permitiera a las autoridades
sancionar administrativa o penalmente a quien violara la medida. Su
preocupación es objetiva: en dos semanas se ha triplicado el número de personas
en terapia intensiva.
Sheinbaum ha
ido escalando las medidas de confinamiento, logrando avances en el
distanciamiento social. Sin embargo, instrucciones como las que obedeció
Moctezuma al dar una fecha –el 1 de junio– para el reinicio a clases, envía
señales contrarias a la población, y relaja las acciones preventivas de
precaución. Decisiones como mantener la obra pública en los proyectos de López
Obrador también transmite un mensaje que la crisis no es tan seria como la
plantean los medios de comunicación –a los que descalifica sistemáticamente–, y
propicia el desacatamiento de las recomendaciones. Sus declaraciones optimistas
sin sustento científico, peor aún.
El
secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, a quien el Presidente
nombró al frente de la coordinación del manejo de todo lo relacionado con el
Covid-19 –como un secretario de secretarios del coronavirus–, también ha estado
entre quienes proponen medidas más severas. Ebrard tiene experiencia, cuando
durante la pandemia del AH1N1 en 2009, hubo una colaboración con el gobierno
federal y cerró durante casi una semana la actividad productiva en la Ciudad de
México, que en ese entonces gobernaba. López Obrador, sin embargo, ha declarado
que lo que hizo el expresidente Felipe Calderón fue un error, porque “no podían
hablar”, y afectaba su campaña política permanente.
No estamos,
sin embargo, en los momentos cuando el Presidente descalificaba la pandemia y
animaba al aggiornamento social. Aquel tamiz político de las primeras semanas
del coronavirus se ha transformado en una preocupación económica, que tiene
implicaciones políticas. La racional del Presidente, explican funcionarios del
gobierno, es que si se aplican medidas más severas, se hunde más la economía.
Nadie ha podido persuadir a López Obrador que si no se imponen medidas más
severas, no sólo tendrá un impacto mayor sobre la economía sino también existe
la posibilidad de que haya un mayor número de muertes.
No parece
creer el Presidente en la gravedad de la pandemia. Asegura que el número de
casos se mantiene con un crecimiento horizontal –lo que es una mentira
flagrante–, y que hay menos casos que otros países –lo que al menos es
impreciso. Los países con los que se compara López Obrador están de salida de
la fase 3, o ya cruzaron la parte más crítica de la crisis, mientras que en
México se estima iniciar ese punto hasta el próximo sábado. Aún así, la tasa de
letalidad en México es de 9.43 por ciento, por encima de la media global de 6.9
por ciento, y tres puntos arriba de las tasas de Estados Unidos y Brasil, los
países que reportan el mayor número de fallecimientos en el continente.
López
Obrador ha tomado a Suecia como ejemplo, aunque parece no tener claridad que
allá se realizaron acciones diferentes a México, jamás se utilizó la estrategia
de 'inmunidad de manada' como sugería López-Gatell en un principio, y hubo
distanciamiento social limitado con una enorme respuesta de la sociedad, que no
escuchó que alguien los confundiera con llamado a darse besos y abrazos. En los
últimos días, sin embargo, se incrementaron los casos de contagio en Suecia, al
parecer por que se están haciendo más pruebas, otra gran diferencia con México,
muy distinto, también, en extensión y demografía.
Las
fijaciones de López Obrador siempre han sido un problema para quien trabaja con
él. Su nula sinapsis, otra. Su autoritarismo exacerba. Por eso, persuadirlo a
que tome decisiones no sustentadas en la intuición sino en la información, es
la gran tarea de unos cuantos para evitar que la pandemia pegue a México más
fuerte que en otras naciones.
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