Javier Romero Vadillo.
El escándalo
en torno al regreso de Javier Duarte a México, para enfrentar los cargos que le
imputa la Procuraduría General de la República, y los obstáculos que ha
enfrentado la puesta en marcha del Sistema Nacional Anticorrupción muestran nuevamente que el tema central que
debe enfrentar este país para salir de su estancamiento y su inequidad es el
carácter depredador del Estado mexicano.
La corrupción en México no es un
problema de la moral de ciertas personas retorcidas que detentan el poder;
tampoco se resolverá con la llegada del salvador de la patria, hombre de
honradez a toda prueba capaz de meter en cintura a los desviados, conduzca a su
arrepentimiento y encaminen los asuntos de la nación por la ruta del bien. No
bastaría con la llegada de Juan Derecho (si se me permite la nostalgia
provocada por la muerte de Héctor Lechuga). La redención del salvador sería posible
si se tratara de un fenómeno de moral personal; para infortunio nuestro, no es
así. La corrupción en México es un asunto institucional: está en el entramado
de reglas del juego arraigado en el poder político y en la relación de este con
la sociedad.
El Estado mexicano ha estado
controlado, desde su origen, por coaliciones estrechas de intereses que se han
ido reajustando y ampliando en pactos de elites sucesivos.
En 1929, se
establecieron las reglas para competir por las parcelas de poder sin recurrir a
la violencia; en 1938 se pactó la inclusión de las dirigencias corporativas
capaces de controlar a los movimientos de masas emergentes; en 1946 se
consolidó la integración de las redes de intermediación clientelista y se
pactaron reglas para la venta de protecciones particulares a los empresarios.
El lubricante del acuerdo fue la apropiación privada de rentas estatales. El
Estado como organización ejercía su dominio nacional sin contestación relevante
gracias a la tolerancia sistémica con la apropiación privada de la autoridad y
los recursos públicos.
Las
sucesivas ampliaciones de la coalición de poder se dieron con base en la
expansión del reparto de rentas. El
pacto de 1946 se rompió cuando el Estado abusó de su capacidad de manipular los
derechos de propiedad y expropió a algunos de sus antes protegidos, debido a la
quiebra que enfrentaba por financiar el reparto clientelista con deuda externa.
Cuando se cerró la llave del financiamiento auspiciado por la bonanza
petrolera, se restringió sustancialmente la capacidad de comprar aquiescencia
con parcelas burocráticas de control de rentas. Entonces se desgajó el monopolio y comenzó una conflictiva
competencia electoral por el poder local entre los gajos desprendidos del
antaño sólido tronco del PRI.
El siguiente
pacto de elites, el de 1996, estableció nuevos mecanismos de competencia por el
control del botín estatal, basados en el voto, pero no modificó en nada el
sistema clientelista de botín sobre el que se ha construido la organización
estatal. El reparto de empleo público entre las huestes partidistas, la venta
de protecciones particulares y la negociación de la desobediencia se
mantuvieron intactos como los mecanismos de apropiación privada de rentas
públicas y como las formas de relación del Estado con la sociedad.
Uno de los mecanismos de apropiación
patrimonial de lo público, el reparto de empleo entre las clientelas leales y
disciplinadas, ha tenido un efecto catastrófico en el sistema de incentivos de
la sociedad mexicana, pues parte de la impronta que reciben los jóvenes
mexicanos es que en este país vale más tener conocidos que conocimientos; de ahí la falta de entusiasmo por el
saber y las habilidades técnicas que muestran durante su formación: saben que
no importa si saben o no; lo relevante es tener el requisito del título. Por su
parte, la mayoría de las universidades
públicas tiene requisitos laxos de aprobación porque no existe una demanda de
calidad por parte del principal empleador de sus egresados: la burocracia.
De ahí, también, la ineptitud de una
burocracia donde lo que se premia es la lealtad y la disciplina al jefe
político correspondiente, a quien se le debe el empleo en última instancia,
pues los puestos públicos se reparten en cascada a través de pirámides
clientelares. Y
también de ahí su falta de neutralidad a la hora de aplicar las políticas, la manipulación partidista de los derechos
y la venalidad evidente de las decisiones públicas, pues en la cúspide de la
pirámide de clientelas se encuentra el mandamás electivo, cabecilla de la banda
depredadora ya sea del municipio, del estado o del gobierno federal, quien con
mucha probabilidad concibe las rentas estatales como su renta privada, como
extensión de su patrimonio, del cual puede disponer como mejor le plazca para
mejorar su peculio.
Cada
preboste local, para ser ungido por el voto popular, requiere de cantidades
ingentes de recursos para repartir entre sus potenciales clientes, en un ritual
de república romana, qué implica a recurso públicos legales encauzados a través
de los partidos políticos, a los donativos bien declarados, recursos grises
desviados de los gobiernos aliados y de donaciones ocultas, sesgos notables en
los programas sociales y dinero negro proveniente del lavado de activos y otras
actividades ilegales. La inversión de recursos que se hace durante las campañas
es una clara prueba de lo redituable de la captura de una posición
gubernamental con disposición de rentas y capacidad de administrar la
aplicación de la ley, de promover obra pública y de vender protecciones
particulares.
La falta de
autonomía de la administración respecto al control político es la causa
principal tanto de su falta de habilidades técnicas –pues el empleo se obtiene
por lealtad, no por méritos demostrados en un concurso abierto– como de su nula
neutralidad. El caso de las fiscalías es
conspicuo: no son capaces de armar casos viables ante los jueces porque no son
un cuerpo profesional reclutado a través de concursos de méritos serios y no
son neutrales frente al poder, por lo que litigan no a favor del interés
público, sino del interés particular de su red política. Estos fiscales son
incapaces de enfrentar temas como la entrada ingente de recursos ilícitos a las
campañas electorales o de encausar con rigor a un corrupto caído de su entramado
de lealtad.
La reforma
estatal indispensable, la que puede poner coto a la depredación, implica la
salida de la política de la administración pública, de la seguridad y de la
justicia. Para ello es indispensable la profesionalización del servicio público
con mecanismos de reclutamiento técnico, con una carrera basada en el mérito y
con criterios de permanencia no sustentados en la lealtad clientelista.
Y también es urgente derribar el sistema de
protecciones electorales que impide la entrada a aquellos que no cuentan con
redes de reparto clientelista. Mientras subsistan las absurdas reglas de
registro de partidos que obligan a la movilización en asambleas multitudinarias
y otorgan de entrada tajadas de reparto de recursos, la política no será
plenamente un asunto de la ciudadanía, sino de una oligarquía de intereses
particulares sin competencia.
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