En el
segundo año de gobierno de Enrique Peña Nieto, un despliegue inusual de
policías, funcionarios y aparato comunicacional convirtió en objeto de escarnio
el albergue “La Gran Familia”, en Zamora, Michoacán, y a su fundadora, una
anciana conocida como Mamá Rosa, en la imagen de la villanía, acusada de
secuestro, trata de personas y delincuencia organizada.
Ese
despliegue, inusual por lo menos, se inscribía en el contexto de la agenda
nacional que culminaba el proceso de reformas estructurales, y en lo local, en
Michoacán, de poblaciones cansadas de la violencia, que aparentemente
decidieron o fueron inducidas a tomar en sus manos la seguridad pública, como
en lo asistencial lo hacía la propia Mamá Rosa. La mujer no fue procesada, como
no lo fue la mayor parte de su equipo de colaboradores. Luego, todo acabó.
La proliferación de albergues para
niños abandonados o receptores de niños internos por familias que padecen
precariedad económica se ha convertido en un cíclico asunto mediático para el
que no existe voluntad política ni respuesta gubernamental definitiva.
De norte a sur, en la última década
se conocieron los casos de La Casita en Cancún (Quintana Roo) y Caifac en
Monterrey (Nuevo León); de Casitas del Sur en la Ciudad de México, de La Gran
Familia en Zamora (Michoacán) y, por estos días, de Ciudad del Niño en Salamanca,
Guanajuato.
En la mayoría de esos, los casos
conocidos, el común denominador es que la dupla política-religión está en el
centro de los escándalos.
En La Casita, era directiva una
importante funcionaria de la procuración de justicia; en Casitas del Sur, los
nombres de Dylcia Samantha Espinoza de los Monteros y de Maricela Morales
fueron mencionados por las víctimas por su filiación evangélica y presunta
relación con la Iglesia Cristina Restaurada que la administraba. Nadie
investigó los vínculos.
En Caifac, uno de los directivos y
líderes religiosos era Sergio Canavati Ayub, a quien se le atribuyó parentesco
con Ricardo Canavati Tafich, un influyente político priísta que fue alcalde de
Monterrey y cuya hija, Elenitza, era en tiempos de operación de Caifac,
directora de Voluntariado en el sistema DIF Nuevo León, es decir, el área que se encarga de
la relación con organizaciones civiles asistenciales y altruistas, como el
albergue del escándalo al que el DIF envió niños. No obstante, los Canavati del
PRI rechazaron relación con el Canavati imputado.
Con Mamá Rosa, las relaciones
escalaban a otro nivel: emblemática de su influencia, una fotografía la coloca
entre Felipe Calderón y Margarita Zavala, otras con el perredista Leonel Godoy.
Abiertamente, Vicente Fox y Marta Sahagún declararon cercanía y apoyo.
Esa cercanía de Fox y Marta se repite
ahora con La Ciudad del Niño, casa administrada por el cura Pedro Gutiérrez
Farías, a quien se le acusa de abuso sexual de menores, tratos crueles,
inhumanos y degradantes, entre otros.
La Iglesia, en ese caso, ha brindado
su protección al sacerdote, mientras que el gobierno del panista Miguel Márquez
permanece tan inmóvil que ya la Red por los Derechos de la Infancia en México
le exigió deje de brindar protección política al presunto pedófilo. Además,
exhortó al gobierno federal a conocer el caso.
A diferencia
de la Gran Familia, para la Ciudad de los Niños el gobierno de Peña Nieto no
ordenó macro operativo. La Ley General de Niñas, Niños y Adolescentes no está
resultando lo suficientemente operativa, y precisamente la Iglesia es la más
activa en combatir el ordenamiento desde su jerarquía y con laicos como los del
Bus Naranja.
La relación
iglesias-Estado, una vez más, falta al deber de cuidado que corresponde al
interés superior que supone la infancia al orientar el caso a la impunidad,
facilita la repetición y deja un mensaje claro: en los casos de abuso sexual y
trata de niños vulnerables en albergues, políticos y religiosos son los
culpables.
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