Francisco Ortiz Pinchetti.
Uno de los
mitos urbanos más socorridos en nuestro medio es el atribuir a la pobreza de la
población la proliferación de vendedores ambulantes en las calles de nuestras
ciudades. La flagrante violación a normas y reglamentos se justifica y solapa
con ese argumento. Pobre gente, solemos decir. Necesitan trabajar, llevar de
comer a sus hijos. Mejor que vendan en la calle a que anden asaltando gente.
La verdad es que no se tiene idea de
las dimensiones del negocio del comercio informal, callejero. Hay una
organización invisible y una red de corrupción que la protege. Me sorprendí al
asomarme apenas a esa realidad que tenemos cotidianamente frente a las narices
y que no vemos. Por principio de cuentas, la mayoría de esos comerciantes
callejeros son empleados de empresarios informales que evidentemente los
explotan. Hay estudios que estiman efectivamente que al menos un 80 por ciento
del total de estos vendedores no son productores ni dueños de su negocio.
Es el caso
de las miles de tamaleras que se instalan en las esquinas cada mañana, de los
vendedores de tacos de canasta, con su bicicleta; los que ofrecen mangos
rebanados o botanas y semillas en una carretilla; los que venden ropa, joyería
de fantasía, perfumes, fritangas, empanadas o biscochos con atole.
Hasta febrero pasado, el gobierno de
la Ciudad de México tenía un registro de 105 mil 304 comerciantes en las calles
de la capital, de los cuales 68 mil 534 son independientes, y los restantes
están agremiados en 745 organizaciones incorporados a un programa de
reordenamiento implementado por las autoridades locales, según el Sistema de
Comercio en Vía Pública (Siscivip). Iztapalapa es la delegación en la que hay
más ambulantes registrados, con más de 18 mil.
Sin ínfulas
sociológicas ni mucho menos, escudriñé un poco en el mundo de los ambulantes
callejeros. Empecé por un joven que se instala en una esquina del Eje 7 Sur
Félix Cuevas, en la colonia Del Valle. Lleva en su bicicleta la canasta forrada
con plástico azul llena de tacos sudados, tradicionales. No le falta su frasco
con salsa, sus chiles en vinagre y sus servilletas. Hay uno como él en cada una
de las 17 esquinas que hay sobre ese eje vial, entre avenida Universidad e
Insurgentes Sur. Muchos más en calles interiores.
El negocio no es propio, por
supuesto. Su jefe le paga 110 pesos diarios por seis o siete horas de trabajo,
según. Dice vender un promedio de 300 tacos al día, a seis pesos la pieza. Hay
días buenos que llega a los 400. Tan solo su patrón tiene 35 canasteros, que
trabajan preferentemente en calles de la delegación Benito Juárez. Al terminar
su jornada diaria entrega a su empleador un promedio de mil 800 pesos, la venta
de un día. No tienen ningún tipo de prestaciones ni seguridad en su empleo. Lo
pueden correr de un día para otro.
Cada semana, por otro lado, nuestro
taquero tiene que entregar mil 500 pesos a los inspectores de vía pública de la
delegación. Es la cuota. “Esa la paga el patrón”, me aclara el muchacho. Son
seis mil pesos mensuales por canastero. Ese solo empleador tiene que pagar
mordidas por unos 210 mil pesos al mes para que sus 35 taqueros puedan trabajar
en la vía pública sin problema. Sus ventas, en una estimación moderada, superan
un millón 300 mil pesos mensuales. Y hay patrones que tienen 100 canasteros o
más. Échele lápiz.
Los
vendedores sujetos a la extorsión son preferentemente aquellos que carecen de
permiso. En la delegación Benito Juárez son más de tres mil. La cuota puede significar un ingreso ilegal
de más de 20 millones de pesos al mes, cuyo destino es por supuesto un
misterio. De ese botín participan no sólo los inspectores de vía pública de la
Delegación y sus jefes. También los policías y los tripulantes de las
camionetas que debieran levantar a los informales e incautarles su mercancía.
Otro rubro
del negocio lo constituye el gremio de los informales que expenden una
diversidad de productos, principalmente alimentos, en los puestos metálicos
llamados fijos. Un delegado panista me
confió, “con los pelos en la mano” que uno de esos puestos puede vender entre
tres mil y cinco mil pesos diarios. La inmensa mayoría de quienes despachan en
esas taquerías, torterías, juguerías y fritanguerías callejeras, tampoco son
dueños. Un solo puesto puede rendir entre 250 mil y 300 mil pesos mensuales.
Y hay quienes acaparan hasta 20 de
esos puestos metálicos. Son pulpos. En Benito Juárez, por ejemplo, los
ambulantes autorizados están afiliados a una organización, por supuesto
informal, que lidera Esteban Oliva, una mafia. Este sujeto participa no solo de las
cuotas de sus agremiados, sino de un
negocio paralelo, coludido con autoridades delegacionales: la fabricación y
venta de puestos metálicos “oficiales”, autorizado su diseño y características
por la propia Delegación, con la coartada de “dignificar” su presencia en las
calles. Cada puesto puede costar
hasta 150 mil pesos.
El PAN y sus gobiernos
delegacionales, especialmente el del impresentable Jorge Romero Herrera
(2012-2015), además de participar en el negocio, afiliaron masivamente a
cientos de ambulantes como militantes de su partido.
Y es que el ambulantaje tiene
también, obviamente, un valor político. Si bien los gobiernos del PRI en la capital tenían como
prioridad el retirar a los informales de las calles para concentrarlos en
plazas y mercados, los gobiernos del PRD han asumido frente a ese fenómeno una
actitud populista, demagógica y corporativa.
Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano optó
por “regularizarlos” a través de la expedición masiva de permisos, en las
cuales aún hoy se amparan. Sus sucesores al frente del gobierno capitalino no
han atinado a una solución cabal del problema, si acaso lo han intentado. Los
ambulantes significan mucho dinero, millones y millones de pesos. Y también
votos y fuerzas de choque. Pobrecitos.
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