Javier Risco.
En tres años EPN no ha sido capaz de
conocer la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos en Ayotzinapa. Nunca se ha
parado ahí. No ha sentido la menor curiosidad por recorrer sus pasillos,
admirar sus muros, sentarse en un aula, hablar con dos o tres maestros, ver el
uniforme del equipo de futbol y conocer de frente un lugar indispensable no
sólo en la historia de Guerrero sino de nuestro país.
Aunque se ha considerado como una de
las tragedias más grandes de su sexenio, no le interesa respirar su aire, mucho
menos conocer a los más dolidos debajo de sus techos. En febrero de 2016 fue a
Iguala, es lo más cerca que ha estado, y sus palabras fueron lamentables: pidió
que no quedaran marcados por la tragedia.
¿Se imaginan a algún presidente estadounidense
pedir que Nueva York no quede marcado por el atentado a las torres gemelas?
Sería ridículo. Las tragedias no se escogen, se viven, se sufren, se reparan y
se aprende de ellas; tres años después él no lo ha entendido.
¿Qué es lo
que ha aprendido el gobierno federal de la tragedia de Ayotzinapa? Un evento
cuyo emblema son 43 jóvenes desaparecidos pero que incluyen a los seis
estudiantes muertos como Julio César Mondragón, cuyos cuerpos sí pudieron ser
velados por su familia y cuyas vidas cambiaron para siempre.
Frente a los 33 mil desaparecidos que
oficialmente hay en el país, incluidos los 43 estudiantes, el gobierno ni
siquiera ha sido capaz de destrabar en la Cámara de Diputados la Ley General en
Materia de Desaparición Forzada de Personas Cometida por Particulares,
congelada desde abril, ni el Sistema Nacional de Búsqueda de Personas.
En tres años, para la sociedad civil
se hizo urgente la necesidad no sólo de la existencia de una ley, sino de una
con dientes verdaderos que contengan un registro de víctimas de desaparición
forzada, que posibiliten investigar y castigar a mandos que ordenen a sus
subordinados detener ilegalmente a una persona, la creación de un instituto
forense independiente que ayude en la búsqueda e identificación de las personas.
Esta ley exigida y empujada, otra
vez, por la sociedad civil organizada es un documento a medias si no permite la
revisión y posible reclasificación de delitos, ni la reconstrucción de hechos
que le dé a las familias el legítimo derecho de acceso a la verdad, a pesar de
saber del alto porcentaje de casos en que hay autoridades y funcionarios
públicos involucrados, no hay mecanismos que permitan el castigo de autores
intelectuales, mucho menos juicios civiles a militares involucrados como en el caso
de los 43. ¿Para qué sirve entonces esta ley a medias? ¿De verdad la
desaparición de 43 hombres no le ha dejado nada al gobierno?
Todas las
exigencias de las que en 36 meses se han llenado pancartas que vemos mes con
mes en una marcha que se ha vuelto parte de la vida del país, de ninguna el
presidente ha entendido algo.
Sus formas se alejan de lo humano, la
distancia la dejó clara desde el primer día: “¿los padres quieren hablar
conmigo? Que vengan a Los Pinos”. En un ambiente frío y ajeno ha tratado de
justificar aquello de lo que la Procuraduría General de la República ha sido
incapaz. Ha querido que los padres y familiares le crean lo que especialistas
independientes y especializados han concluido que es imposible. En tres años
hemos presenciado palabras de aliento que no reconfortan, decretos que no
calman angustias y que sólo han alimentado el descontento de un pueblo que
busca sin descanso, porque tener a un hijo desaparecido es dejar de dormir,
olvidar los días y soñar pistas.
Y tres años después, con 120
detenidos que no despejan dudas ni hacen sentir justicia, jamás entenderé por
qué Enrique Peña Nieto no ha tenido la menor curiosidad de saber a qué huele
Ayotzinapa.
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