martes, 26 de septiembre de 2017

A qué huele Ayotzinapa.

Javier Risco.

En tres años EPN no ha sido capaz de conocer la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos en Ayotzinapa. Nunca se ha parado ahí. No ha sentido la menor curiosidad por recorrer sus pasillos, admirar sus muros, sentarse en un aula, hablar con dos o tres maestros, ver el uniforme del equipo de futbol y conocer de frente un lugar indispensable no sólo en la historia de Guerrero sino de nuestro país.

Aunque se ha considerado como una de las tragedias más grandes de su sexenio, no le interesa respirar su aire, mucho menos conocer a los más dolidos debajo de sus techos. En febrero de 2016 fue a Iguala, es lo más cerca que ha estado, y sus palabras fueron lamentables: pidió que no quedaran marcados por la tragedia.

¿Se imaginan a algún presidente estadounidense pedir que Nueva York no quede marcado por el atentado a las torres gemelas? Sería ridículo. Las tragedias no se escogen, se viven, se sufren, se reparan y se aprende de ellas; tres años después él no lo ha entendido.

¿Qué es lo que ha aprendido el gobierno federal de la tragedia de Ayotzinapa? Un evento cuyo emblema son 43 jóvenes desaparecidos pero que incluyen a los seis estudiantes muertos como Julio César Mondragón, cuyos cuerpos sí pudieron ser velados por su familia y cuyas vidas cambiaron para siempre.

Frente a los 33 mil desaparecidos que oficialmente hay en el país, incluidos los 43 estudiantes, el gobierno ni siquiera ha sido capaz de destrabar en la Cámara de Diputados la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas Cometida por Particulares, congelada desde abril, ni el Sistema Nacional de Búsqueda de Personas.

En tres años, para la sociedad civil se hizo urgente la necesidad no sólo de la existencia de una ley, sino de una con dientes verdaderos que contengan un registro de víctimas de desaparición forzada, que posibiliten investigar y castigar a mandos que ordenen a sus subordinados detener ilegalmente a una persona, la creación de un instituto forense independiente que ayude en la búsqueda e identificación de las personas.

Esta ley exigida y empujada, otra vez, por la sociedad civil organizada es un documento a medias si no permite la revisión y posible reclasificación de delitos, ni la reconstrucción de hechos que le dé a las familias el legítimo derecho de acceso a la verdad, a pesar de saber del alto porcentaje de casos en que hay autoridades y funcionarios públicos involucrados, no hay mecanismos que permitan el castigo de autores intelectuales, mucho menos juicios civiles a militares involucrados como en el caso de los 43. ¿Para qué sirve entonces esta ley a medias? ¿De verdad la desaparición de 43 hombres no le ha dejado nada al gobierno?

Todas las exigencias de las que en 36 meses se han llenado pancartas que vemos mes con mes en una marcha que se ha vuelto parte de la vida del país, de ninguna el presidente ha entendido algo.

Sus formas se alejan de lo humano, la distancia la dejó clara desde el primer día: “¿los padres quieren hablar conmigo? Que vengan a Los Pinos”. En un ambiente frío y ajeno ha tratado de justificar aquello de lo que la Procuraduría General de la República ha sido incapaz. Ha querido que los padres y familiares le crean lo que especialistas independientes y especializados han concluido que es imposible. En tres años hemos presenciado palabras de aliento que no reconfortan, decretos que no calman angustias y que sólo han alimentado el descontento de un pueblo que busca sin descanso, porque tener a un hijo desaparecido es dejar de dormir, olvidar los días y soñar pistas.


Y tres años después, con 120 detenidos que no despejan dudas ni hacen sentir justicia, jamás entenderé por qué Enrique Peña Nieto no ha tenido la menor curiosidad de saber a qué huele Ayotzinapa.

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