Aún sin
sobreponerse al duelo, miles de familias enfrentan la tragedia patrimonial. Hay
un cruce de emociones que se expresa –así lo he recogido en testimonios de
damnificados en Oaxaca, Morelos y la Ciudad de México– en las zonas afectadas
por los sismos: la alegría por saberse vivo con la decepción de haberlo perdido
todo.
La
oportunidad es grande para un gobernante. Se trata de la posibilidad de marcar
la historia, con decisiones que contribuyan a superar el desastre, fórmulas
creativas para la eficacia en el aprovechamiento presupuestal, políticas
integrales para la reconstrucción material y moral de las comunidades, libre de
cualquier sospecha de abuso.
Frente a eso, lo que a Enrique Peña
Nieto se le ocurrió –decisión acorde con su experiencia en gobernar,
planteamiento procaz de su orientación ideológica, exhibición de su indolencia–
fue repartir tarjetas para depósito de dinero y convocar a hacer “tandas”.
El 6 de
octubre, en Chiapas, Peña visitó un
ejido en Villaflores, un municipio donde la tercera parte de la población vive
en pobreza extrema. Ahí repartió tarjetas en las que se depositarían 15 mil
pesos para quienes necesitaran sólo reparar daños, y 120 mil pesos para
reconstruir, pues según sus cálculos esa cantidad es suficiente para “una
vivienda, digna y decorosa, con dos cuartos”.
El cálculo es afrenta, viniendo de un
presidente a quien se le exhibió una vivienda con valor estimado en 86 millones
de pesos
–oficialmente, 54 millones–, construida y financiada fuera del sistema
financiero por un contratista gubernamental. En el valor oficial de la llamada
“Casa Blanca”, reportado por la primera dama, Angélica Rivera, la operación es elemental y patenta la
desigualdad: equivale a 450 “viviendas dignas” en el cálculo peñanietista.
Esa mansión, cuya operación fue
cancelada de acuerdo con la versión oficial, no es considerada parte del
patrimonio inmobiliario de Peña Nieto, como sí lo son cuatro casas, un
departamento y cuatro terrenos, la mayoría “donados” o “heredados”, según su
declaración patrimonial, cuyos montos actualizados se desconocen por voluntad
presidencial.
El pasado 30 de octubre, otra vez en
Chiapas, Peña Nieto insistió en las tandas, así como en la recomendación de
autoconstruir o acudir a una constructora social para ejecutar los recursos.
El consejo viene de un presidente que, además del
mencionado caso que implicó a la constructora de Juan Armando Hinojosa Cantú, está
el de su residencia de fin de semana en el Country Club Gran Reserva de Ixtapan
de la Sal, comprada en 372 mil dólares a la constructora de su compadre Roberto
San Román, quien, en los años siguientes, bajo el gobierno de Peña, incrementó
sus contratos de obra.
La diferencia de una vivienda digna
para él y la forma de adquirirla, con el valor que él mismo atribuye a una casa
para los pobres y los consejos que les da para reconstruir, es una afrenta, como lo es su política pública que
claudica a la función del Estado –con la idea de “no dar el pescado sino
enseñar a pescar” … pero a conveniencia–
al implementar el reparto de recursos con tarjetas, esa aportación del
peñanietismo con sello mexiquense para el clientelismo electoral.
Un clientelismo que por su naturaleza
coyuntural es ineficaz para resolver los problemas de la población, es toda su
experiencia; intervención del Estado a conveniencia personal del gobernante,
patenta su ideología; recomendación de tandas y estimación de montos menores a
su ingreso mensual (208 mil pesos), siendo además poseedor de una cuestionada
riqueza inmobiliaria personal, demuestra su indolencia.
La suma exhibe a Peña Nieto en su
baja estatura política y moral.
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