Salvador Camarena.
En el columpio que es la política, el país tuvo tres décadas
para conocer a Andrés Manuel López Obrador el opositor.
De 1988 al año pasado, el tabasqueño construyó un lugar como
alter ego del máximo poder. Se volvió incómodo crítico de caciques regionales
como Roberto Madrazo, y de presidentes con los que no compitió en elecciones,
como Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y, desde la jefatura de Gobierno del
Distrito Federal, Vicente Fox.
En los sexenios de Calderón y Peña Nieto, AMLO vivió un
péndulo. Luego de perder sendas elecciones presidenciales, su figura disminuyó
considerablemente, pero pasados un par de años de cada una de esas administraciones,
su agenda recobraba vigencia al tiempo que esos gobiernos encallaban en la
mediocridad por perpetuar un modelo que daba sus bondades a muy pocos, mientras
que a los más les transfería los pesados costos de una 'estabilidad' inundada
de corrupción, abuso e injusticias.
Hace exactamente un año, los electores premiaron la
pertinencia del mensaje de cambio de López Obrador, y la tenacidad de su
esfuerzo, con la presidencia de la República.
De inmediato hizo sentir su poder: de inmediato impuso su agenda
y de inmediato se presentaron pistas de la impronta pretendida por el nuevo
gobierno. De inmediato, pues, empezamos a conocer a Andrés Manuel López Obrador
como poderoso mandatario sin un poder que lo rete.
Los rasgos de AMLO el opositor y AMLO el presidente son, para
desmayo de no pocos, semejantes. No hubo muda de piel. Es el mismo
contestatario de siempre.
López Obrador es un presidente sin contención, interna o
externa. Y si llega a haber contención interna, no se nota.
Es probable que con tan febril, vernáculo y desaforado
comportamiento, Andrés Manuel pretenda conjurar al enemigo más poderoso de
todos los poderosos: el tiempo.
Pero de paso, el tabasqueño también se comporta así para
desactivar a sus adversarios, y a algunos que no siéndolo él los considera como
tales.
Los amedrenta, los avasalla, los exhibe, los cuestiona no
pocas veces sin razón y desde el abuso de poder –como ha ocurrido la semana
pasada con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos que, sin embargo, es
sólo la última de las víctimas del acoso presidencial.
Y a otros los anula en medio de lisonjas: medrosos
empresarios se quejan en los pasillos de las atrabiliarias formas de tomar
decisiones de este gobierno, pero adoran sacarse sonrientes retratos con el
presidente.
Sin embargo, al cumplirse un año de su triunfo electoral,
forma y fondo de las políticas de López Obrador se prestan para trazar algunos
apuntes para deconstruir el talante presidencial de Andrés Manuel. Tal
deconstrucción podría aportar claves sobre cómo lidiar con el titular del Poder
Ejecutivo, que aunque se parezca mucho ya no es el político opositor.
A pesar de los 30 millones de votos obtenidos el 1 de julio,
la obsesión de López Obrador estos doce meses ha sido la de fijar, bien abajo,
un apoyo popular que le ayude a resistir a quienes lo enfrenten.
Por eso desde la transición inició un censo de beneficiarios
de programas sociales, por eso apeló a esa base para cancelar el aeropuerto. Es
decir, renovó votos con sus seguidores mediante dos promesas: les daré más
apoyos y me apoyaré en ustedes todo el tiempo para las mayores decisiones.
Para lograr afianzarse lo más abajo, ha emprendido una
política de austeridad que privilegia el sentido de justicia (que no haya
gobierno rico con pueblo pobre) antes que la eficiencia.
A esa base social, además de apoyos y consultas les promete
el renacimiento del patriotismo petrolero, para ellos revive el sueño de México
como país con autosuficiencia alimentaria y, muy importante, día con día, desde
Palacio Nacional se machaca que el pueblo mexicano es honesto e inteligente.
Lo anterior ha cimentado la popularidad del presidente, que
no ha bajado gran cosa, aunque algunas de sus iniciativas sean reprobadas o
despierten desconfianza.
En sentido contrario, estos meses también han mostrado que
López Obrador puede matizar (que no necesariamente corregir) algunas
decisiones. Ello ocurre casi siempre cuando la prensa lo exhibe flagrantemente,
cuando algún colectivo se rebela (médicos) o cuando la protesta de algunos de
los aplastados hace eco en los medios (IMER).
De igual forma, en estos meses hemos atestiguado cómo su
popularidad no es transferible (el gobierno de la Ciudad de México es reprobado
a pesar de que AMLO quiere presentarlo como si fuera una extensión del suyo) y
las clases altas parecen dispuestas a seguir con sus protestas en la calle.
Y habrá que ver cómo se comportan los poderes civiles, que una
y otra vez han sido desplazados por la preferencia que tiene López Obrador por
las Fuerzas Armadas.
Quizá ese resulte el factor cohesionador de las, hasta hoy,
desarticuladas oposiciones.
Olvidarse de lo que funcionó para atajar al AMLO opositor, y
comenzar a deconstruir a AMLO como presidente, con el afán de equilibrar el
poder, podría redituar en que, paradójicamente, López Obrador tenga un mejor
gobierno. Aunque él no lo crea.
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