Enrique
Quintana.
El
presidente López Obrador con frecuencia habla de lo diferente que es su
gobierno respecto a los que le precedieron.
Sin embargo,
con pocas excepciones, observamos que lo conforman personajes que formaron
parte de anteriores administraciones –locales o federal– o que forman parte de
algo que genéricamente podría denominarse la ‘clase política’ de México.
Cuando se
observa la trayectoria de nuestro país no puede uno sino concluir que no nos
podemos sentir orgullosos de esos políticos.
Los partidos
y la administración pública han sido dirigidos en lo general por personas, que
más allá de sus capacidades individuales, han visto al poder como un fin en sí
mismo o como un medio para obtener negocios y riquezas.
Quizás todo
comenzó en los tiempos en los que los generales revolucionarios se convirtieron
en administradores públicos.
Los
triunfadores de la revolución se dedicaron a ejercer el poder y manejar el
presupuesto y de allí nació una amplia clase empresarial que aprovechó una
economía que dependía ampliamente del Estado.
Hubo
excepciones desde luego. Pero también una regla para hacer negocios al amparo
del Estado.
Lo que hoy
se conoce como ‘corrupción’ era la práctica regular, tolerada por los gobiernos
y asumida por empresarios y ciudadanos.
Cambió su
intensidad. No fue lo mismo la etapa del Maximato cuando mandaba Plutarco Elías
Calles que el sexenio de Cárdenas. Tampoco la etapa de Miguel Alemán Valdés que
el sexenio de Ruiz Cortines. Fue diferente el sexenio de López Portillo que el
de Miguel de la Madrid. O más recientemente el de Salinas que el de Zedillo.
Pero, la
realidad es que algunos rasgos de la clase política no cambiaron.
Quizá lo que
acabó dando un destino al país fue que, a pesar de que se dio la alternancia
política con el triunfo de gobiernos estatales del PAN y del PRD, muy pronto
esos grupos fueron asimilándose a los estilos políticos que tenían décadas de
prevalecer.
No se heredó
ni la ‘pureza’ de los militantes panistas de los 50 y 60, ni las virtudes de
los militantes de izquierda que no dudaban en sacrificar bienestar individual y
vida por sus ideas y aspiraciones.
Al paso de
los años, tuvimos una hibridación. Muchos priistas de formación y visión
terminaron formando parte de partidos de izquierda. Primero del PRD y luego de
Morena.
Algunos
también acabaron en el PAN. Pero, en el blanquiazul, sobre todo, hubo una
réplica de las prácticas priistas de antaño.
Por eso, la
clase política que se configuró a lo largo de este siglo tiene muchos rasgos
que le son comunes, al margen de los partidos que representen.
Claro que
hay excepciones en casi todas las fuerzas políticas, pero precisamente por el
hecho de serlo, se hacen notar.
La historia
de López Obrador es diferente. Pese a provenir del priismo tuvo sus
peculiaridades.
No aprovechó
cargos públicos para enriquecerse, pero siempre tuvo una profunda aspiración
por el poder.
López
Obrador, y lo ha dicho explícitamente, tiene una visión en la que separa
claramente la justicia de la ley. Su visión es que hay que buscar la justicia.
Supone que
hay leyes justas e injustas, y no siente la obligación de cumplir las que son
injustas.
La
justificación que dio a la recepción de aportaciones en efectivo a su
movimiento, que probablemente violaron la ley, se sustenta en lo mismo. La ley
es un formalismo que se puede o no cumplir porque el bien superior, la
justicia, es lo que importa.
Y esa visión
ha causado muchos problemas en el país.
Por una
razón o por otra, a México le ha fallado su clase política.
El potencial
del país permitiría que la gente viviera mucho mejor de lo que hoy vive, y que
pudiera aspirar a mucho más de lo que hoy aspira.
Pero, como
dice el viejo adagio: los pueblos tienen los gobiernos que se merecen.
Es probable
que su autor se haya inspirado desde hace décadas en nuestro país.
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