Ricardo
Ravelo.
Dentro de
las filas del PRI y en Los Pinos priva honda preocupación porque el candidato
del gobierno, José Antonio Meade, simplemente “no levanta”. Existen grupos
conservadores y personas allegadas al candidato que aseguran que la elección
está perdida. Y así parece, por ahora. Pero se asegura que la campaña oficial
seguirá en picada mientras Meade no rompa con el presidente y se convierta en
un abanderado sólido que deje de ser una extensión del sistema que lo prohijó.
¿Se podrá?
Hasta este
momento no se avizora un cambio de candidato. Está claro que el PRI apostará a
lo que sabe hacer desde que nació como partido: robar elecciones. Y todo indica
que tienen preparado un mega-operativo electoral para el próximo 1 de julio, el
día decisivo.
El principal problema de Meade –dicen
los políticos consultados –es que no ha marcado distancia con respecto del
presidente Enrique Peña Nieto, cuya imagen como mandatario –desgastada,
cuestionada y mancillada por los escándalos de corrupción y desgobierno –en
nada ayuda al abanderado del PRI, por el contrario, es una sombra que opaca
todavía más al descolorido candidato oficial.
Meade
necesita romper con Peña, sacudirse el
lastre sexenal y endurecer su discurso con respecto a los temas que más le
duelen al país: la inseguridad, el narcotráfico, la corrupción institucional y
la maltrecha economía que no termina de equilibrarse.
Lo que pasa
con el candidato del PRI es que él es
parte de este sistema, fue uno de los principales impulsores de las reformas y
sería demasiado evidente ante los ojos de la sociedad que el propio Meade se
negara así mismo y con ello toda su contribución como parte del equipo cercano
de Peña Nieto.
El fracaso
de Enrique Peña Nieto como presidente es al mismo tiempo el fracaso de José
Antonio Meade: carga a cuestas los resultados negativos de un gobierno que no
supo sacar al país de la inequidad, del desorden, de la corrupción, de la
violencia del narcotráfico. Es claro que durante el gobierno de Peña los
cárteles tuvieron un claro repunte. Es el caso, por ejemplo, del cártel de
Jalisco Nueva Generación, la organización que encabeza Nemesio Oceguera y que
ya controla quince estados del país, entre otros, el Estado de México, donde
gobierna Alfredo del Mazo, primo del presidente.
No le hemos escuchado un discurso
claro a José Antonio Meade para enfrentar al crimen organizado, ni una sola
tesis puntual sobre el tema, ni siquiera una receta sobre cómo apagar la
exacerbada violencia que atenaza al país desde hace varios años.
José Antonio
Meade es el candidato de los discursos cortos, casi lacónicos, el que responde
a López Obrador que está equivocado con su Constitución Moral, el que dice que
sólo él sabe cómo detonar los empleos y robustecer la economía, pero sus planteamientos parecen exposiciones de
estudiante de preparatoria: sin profundidad, sin énfasis, sin alma, sin tocar
las fibras sociales, las células que más le duelen a la sociedad y que al
tocarlas haría que todo un pueblo se entusiasmara con las propuestas. Eso no
ocurre.
Meade no
parece un candidato comprometido con las causas sociales, al menos no lo
transmite, no lo sabe transmitir porque su candidatura está vacía de proyecto,
despojada de un discurso que sume a las masas.
Lo único que Meade puede garantizar
es la continuidad de un proyecto sexenal que se empeña en defender y con el que
se niega a romper porque él representa los intereses de esa ultraderecha
racalcitrante, representa los intereses de los poderosos que, por años, han
saqueado la riqueza del país hasta el límite del hartazgo.
De ahí que el candidato de Morena,
Andrés Manuel López Obrador, lleve una ventaja que parece inalcanzable, pues el
tabasqueño no tiene empacho en cuestionar al poder y gritarle a la cara a Peña
Nieto “que es un corrupto y que su gobierno ha llevado al país al despeñadero”.
Una realidad
es insoslayable: el PRI y su abanderado
no tienen los argumentos para ganar la elección. Ha sido mucho el costo
político que se ha pagado en este sexenio. La sociedad está verdaderamente
lastimada ante la falta de resultados en los temas centrales –economía,
seguridad y empleo –, y aunque se diga en el discurso que todo va bien en los
hechos ese bienestar que se pregona y que se mira desde las cúpulas no se
refleja en la realidad. La mentira oficial permea por todas partes.
Y sigue
lloviendo sobre mojado. Ahora Rosario
Robles, extitular de las Secretarías de Desarrollo Social (Sedesol) y de
Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) es blanco de un escándalo por
el presunto desvío de recursos públicos por la vía de lo ya conocido: las empresas
fantasmas, el esquema sexenal de saqueo.
De acuerdo
con las observaciones de la Secretaría de la Función Pública (SFP), la exjefa
de Gobierno de la capital del país, al parecer, habría incurrido en las mismas
prácticas que tienen en la cárcel a Javier Duarte y Roberto Borge,
exgobernadores de Veracruz y Quintana Roo, respectivamente, y que mantienen
prófugo, también, a César Duarte, exgobernador de Chihuahua, uno de los estados
donde mejor de acreditó el desfalco con fines electorales.
Todos ellos –según las acusaciones de
la PGR –desviaron dinero público presuntamente para las campañas del PRI y para
sus cuentas personales, a través de sus testaferros. Ahora la ASF sostiene que
lo mismo se hizo en Sedesol y Sedatu e implican a Rosario Robles, aunque llega
lo niega y asegura que nada tuvo que ver con esas presuntas malversaciones.
Y lo dijo en
forma categórica: “Desmiento el hecho de
que a mí se me acredite, a ´mí, Rosario Robles, un esquema de triangulación de
recursos que es absolutamente falso”.
Esto lo dijo
cuando arribó a la delegación de la Procuraduría General de la República, donde
esperó por lapso de veinte minutos a los abogados del periódico Reforma, donde
se publicó la información sobre esos probables desvíos.
Los señalamientos contra Robles, de
resultar ciertos, reviven aquellos tiempos cuando ella terminó enredada en la
presunta corrupción que al interior del gobierno del Distrito Federal –que ella
encabezaba — tejió el empresario de origen argentino Carlos Ahumada.
Por ahora y
quizá en lo que resta para la elección, las campañas políticas seguirán
centradas en una guerra sin tregua.
Dentro del PRI preocupa la ventaja de López Obrador, pero también preocupa
mucho Ricardo Anaya. De ahí que ahora se estén filtrando por todas partes trozos
de expedientes e investigaciones por lavado de dinero que antes se mantuvieron
celosamente guardados.
Las instrucciones desde Los Pinos y
desde el PRI es que “hay que bajar a Anaya de la contienda, descarrilarlo”,
esto quizá pensando que José Antonio Meade pueda repuntar y colocarse como
segunda fuerza detrás de López Obrador, lo cual se ve bastante difícil.
De acuerdo
con lo anterior, al interior del PRI
están más preocupados por Anaya y López Obrador que por apuntalar la endeble
campaña de Meade, cuya candidatura avanza arrastrando los pies: al abanderado del PRI lo hunden demasiados
anclajes: el maltrecho PRI cuestionado por la corrupción, el gobierno de Peña
Nieto –que entró en agonía en su segundo año –y una sociedad que ya no cree en
las vacías promesas de campaña.
Y mientras
José Antonio Meade no rompa con Peña, menos posibilidades tendrá de repuntar.
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