Ricardo
Ravelo.
La permanencia de los militares en
tareas de seguridad, anunciada por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), era de
esperarse. No es una buena noticia porque indica que el crimen seguirá causando
violencia y ante esta realidad no hay forma de regresar a las Fuerzas Armadas a
sus cuarteles. Marinos y soldados lo saben de sobra, pues llevan cuatro sexenios
tratando de contener, sin éxito, la exacerbada violencia que deriva del choque
entre bandas del crimen organizado y que desde hace décadas mantienen capturado
al Estado mexicano.
De ahí que
sigue sin entenderse la promesa de López Obrador de sacar a los militares del
combate al crimen organizado, durante meses y quizá años anunciada a lo largo y
ancho del país. O AMLO desconocía esta
cruda realidad o bien los militares y marinos –con cuyos titulares se
entrevistó en días pasados –le mostraron la realidad real: que el país está sumido en un caos que
alcanza los niveles de tragedia nacional y que no hay estructura policiaca
capaz de contenerla. Por eso los militares deben seguir, se quiera o no,
persiguiendo narcos, asesinando y quizá desapareciendo personas en aras de la
seguridad nacional. Nadie les ha exigido cuentas. ¿Lo hará el nuevo presidente?
En aras de la justicia que tanto pregona, sí. De no hacerse se corre el riesgo
de que las violaciones masivas a los derechos humanos continúen y, como siempre,
queden impunes.
López
Obrador gobernará un país atenazado por
el crimen organizado y con un Ejército cuestionado dentro y fuera de México por
sus abusos de fuerza. Pero AMLO sabe que no tiene otra alternativa más que
asumir la realidad: del Ejército depende que la maltrecha gobernabilidad se
sostenga con alfileres, como hasta ahora, porque ningún presidente ha tomado la
decisión de enfrentar a la verdadera hidra de la mafia: la narco-política y su
clase empresarial coludida. Esta sería una verdadera batalla contra el crimen
organizado. Pero quizá estemos hablando de una utopía. Los poderes fácticos
siguen intactos por todas partes, hasta en el nuevo Congreso y su gran mayoría
integrada por Morena.
El Ejército
y La Marina comenzaron sus tareas policiacas formalmente en el sexenio de
Ernesto Zedillo. En aquellos años se les llevó a participar como coadyuvantes
de las tareas de seguridad en la que los civiles ya estaban fallando frente al
crimen. Primero se les responsabilizó de un proyecto llamado “El Sellamiento de
las fronteras”, con el que se buscaba frenar el tráfico de drogas, la migración
ilegal y el flujo de armas.
Luego se les
otorgaron mayores concesiones y controles estratégicos, como las zonas
petroleras y portuarias, entre otras. Y así tanto marinos como soldados se
fueron haciendo cada vez más necesarios a grado tal que hoy son indispensables
para medio contener la violencia criminal. Sin ellos privaría el caos de caos:
la anarquía, no muy lejos de afincarse en algunos territorios donde ya se asoma
su rostro.
Con Felipe Calderón el uso de las
Fuerzas Armadas en tareas de combate al crimen alcanzó niveles de escándalo por
sus fallas y excesos en el uso de la fuerza. Más de 60 mil soldados salieron a
las calles a enfrentar a la criminalidad mediante los llamados Operativos
Conjuntos, implementados en los estados asiento de cárteles. Aquella cruzada
resultó una verdadera locura, propia de un presidente que en seis años no tuvo
la cabeza en su lugar.
El Ejército cruzó la franja del
desprestigio internacional por las violaciones a los derechos humanos en la que
incurrieron sus efectivos y porque, lamentablemente, al término del sexenio
calderonista ningún militar de alto rango fue juzgado por esos delitos. La
impunidad se impuso pese a los abusos y los nulos resultados en el combate a la
criminalidad.
Nadie duda que la guerra de Felipe
Calderón resultó un verdadero fiasco.
Hoy debemos preguntarle al
exmandatario panista qué fue lo que realmente combatió porque, de acuerdo con
los hechos, su guerra fortaleció aún más a los cárteles: los internacionalizó.
Grupos criminales como Los Zetas, el Cártel de Jalisco Nueva Generación, el
cártel del Golfo y el de Sinaloa terminaron extendiendo sus tentáculos a todo
el continente. Desplazaron a los colombianos al quitarles el transporte de
drogas hacia México y convirtieron a Costa Rica y Guatemala en las dos bodegas
más boyantes de estupefacientes para luego cruzar sus cargamentos a través de
Chiapas, curiosamente un estado libre de violencia de alto impacto debido a los
pactos entre la mafia y el poder político.
Le tocó el turno a Enrique Peña Nieto
y la situación empeoró con todo y el Ejército en funciones policiacas. Más de
140 mil muertos en seis años es el saldo que arroja un gobierno sin brújula y atenazado
por la corrupción. Entre los sexenios de Peña y Calderón se suman unas 245 mil
muertes impunes. Se asegura que todos tienen que ver con el crimen, pero
ninguna investigación ministerial ha documentado tal afirmación. Todo indica
que se trata de un barrido orquestado por el poder en el que fueron asesinados
delincuentes, sí, pero también muchos inocentes. El fondo de esta cruda
realidad nadie la sabrá.
A la corrupción atroz de Peña Nieto
se sumó la ineficacia para enfrentar al crimen, amo y señor del país, hasta que
se convirtió en gobierno en la mayoría de los estados. Hoy no se habla del
poder infiltrado ni de la corrupción del narco para ablandar a la policía. Hoy
el crimen es gobierno en casi todo el territorio, pues no sólo controla
municipios completos y tiene a su servicio a todas las policías, sino que
muchos de los hombres del narco, ondeando la bandera del PRI, Morena, PRD y
Encuentro Ciudadano,
por ejemplo, se lanzan en busca de un
puesto de elección popular financiados con dinero sucio cuyo origen nadie
investiga.
De ahí que los elevados niveles de
violencia no se puedan bajar. El crimen organizado en el poder no se puede
combatir a sí mismo. Sólo un gran pacto mafioso, como el que se suscitó en
Colombia en los años noventa, puede regresar a un país a la normalidad. Esto
suena incongruente.
Pero así ocurrió. En Colombia los
propios mafiosos reconocieron que el país ya era invivible hasta para ellos. Y
así fue como cambiaron las reglas del juego. Para llegar a ese acuerdo entre
cúpulas mafiosas, Colombia tuvo que navegar por las aguas turbulentas del
narcoterrorismo y la ingobernabilidad sin freno.
Los
colombianos fueron testigos de cómo
Pablo Escobar –prototipo del político y mafioso –detonaba sus bombas a
cualquier hora del día o de la noche para atacar a los hermanos Rodríguez
Orejuela, sus rivales en el negocio del narcotráfico; también atestiguaron cómo
se derribaron decenas de aviones privados y algunos comerciales y también de
cómo se dinamitaron varios clubes de postín a donde los representantes de la
mafia –se hacían pasar como acaudalados hombres de negocios –se reunían con
bellas damas de la llamada alta sociedad colombiana para inhalar cocaína y
beber los vinos más caros.
Cuando la
violencia en el país sudamericano alcanzó niveles de caos y de verdadera
tragedia, el gobierno de Estados Unidos intervino mediante el llamado Plan
Colombia que — se dijo — era un instrumento para desactivar a la guerrilla. En realidad, el propósito era quebrar al
narcotráfico y golpear el nervio financiero que hacía posible que se
mantuvieran de pie generando ingobernabilidad. Con el paso del tiempo la
violencia de alto impacto disminuyó, pero Colombia se mantuvo firme con país
exportador de drogas hacia el resto del mundo. El negocio se protegió por encima
de todo. Hacia ese puerto navega México.
En este
espacio y en varios libros –En manos del narco (Ediciones B 2017), Herencia
Maldita (Grijalbo 2006), Narcomex (Debate España 2013), entre otros, se ha sugerido que, de acuerdo con las
experiencias internacionales, no existe ninguna estrategia antidrogas que haya
sido exitosa si no empieza por quebrar las finanzas de la mafia. De ahí que la
mayoría de los intentos hayan resultado fallidos en varios países, México,
entre ellos.
Tampoco el uso de las Fuerzas Armadas
ha resultado una garantía en el combate al crimen, por el contrario, los países
que han utilizado este recurso han fracasado. Es el caso de El Salvador, donde
la violencia, al igual que hoy ocurre en México, se elevó a niveles
incontrolables.
Cuando un país echa mano del Ejército
para enfrentar la inseguridad envía un mensaje muy negativo al mundo. Los
militares son el último eslabón de la cadena de seguridad de un país. Cuando
ésta se usa quiere decir que todo lo demás ha fallado o no está en condiciones
de utilizarse. Es el caso de México, lamentablemente, donde el 80% de las
estructuras policiacas están controladas por el narcotráfico y en un porcentaje
similar está el control criminal a nivel de los gobiernos municipales, donde
alcaldes, síndicos y regidores si no forman parte de un cártel están a las
órdenes de estos grupos de la delincuencia.
Después de
sus encuentros con los titulares de Marina y de la Sedena, López Obrador anunció lo que ya sabíamos: que las Fuerzas Armadas
continuarán en las tareas de seguridad. Ahora se cuestiona por qué el
secretario de la Defensa Nacional, el General Salvador Cienfuegos, exigió que
el Congreso discutiera la Ley de Seguridad Interior para que poco a poco el
Ejército retornara a sus cuarteles.
La de Cienfuegos fue casi una
exigencia, hace un año, al proponer el retiro del Ejército de las tareas de
seguridad. ¿Acaso fue una estrategia y lo que los militares querían era más
atribuciones y, en consecuencia, más poder? ¿Por qué en cuatro sexenios no ha
sido posible concretar un modelo policiaco a la altura de las exigencias del
país?
¿Acaso el Ejército y la Marina no
quieren dejar las tareas de seguridad? Antes de que Cienfuegos propusiera una
Ley de Seguridad Interior ya era más que claro para los titulares de ambas
dependencias cómo estaba el país, ellos sabían que no podían abandonar las
funciones de seguridad pública y ante López Obrador fueron enfáticos: nos
quedamos porque la Policía Federal todavía no puede con la responsabilidad.
López Obrador terminó aceptando la continuidad militar sin ningún contrapunto.
Y así, el
presidente electo tuvo que aceptar lo
obvio y tácitamente retiró su ofrecimiento de campaña. El Ejército y la Marina
seguirán cumpliendo tareas de seguridad en el país, aunque al nuevo presidente
no le parezca.
Luego, AMLO ofreció que durante su sexenio
terminarán de concretar el modelo policiaco que necesita el país. A ver si es
cierto.
Si en cuatro sexenios el Ejército y
la Marina no han podido quebrar al crimen organizado y bajar la violencia,
¿Cómo logrará López Obrador pacificar al país en tres años? Todavía no
conocemos su estrategia.
El
presidente electo ofreció amnistía al
narcotráfico, no combate, y también anunció que se legalizarán las drogas,
proyecto que se discutirá en la ONU el próximo año, como una forma de desactivar
la violencia que azota al país. Todo esto está en proyecto. Lo cierto es que
López Obrador cogobernará con el crimen organizado en buena parte del país y
durante un buen tramo de tiempo; que no existe una estrategia diferente, por
ahora, y que los mismos militares que han fallado en 24 años serán los que le
acompañen en su gobierno aplicando la misma fórmula –el uso de la fuerza –que
ha fallado en el pasado.
¿Hacia dónde va el país en materia de
seguridad? Todo indica que el rumbo todavía no es claro.
Una realidad sí es clara: López
Obrador gobernará entre el poder del narco y el de los militares.
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