Jorge Javier
Romero Vadillo.
Desde antes
de comenzar su campaña formal por la presidencia, López Obrador ha afirmado una
y otra vez que cancelará la “mal llamada” reforma educativa. Lo reiteró en los
debates y de nuevo usó la frase hecha el día de la reunión de arranque del
proceso de transición, en Palacio Nacional, durante la conferencia de prensa
que compartió con el espectro de Peña Nieto. Junto con su ofrecimiento de que
no haya rechazados en el ingreso a la educación superior, para lo que creará
cien universidades, la cantaleta contra la reforma ha sido lo único que el
Presidente electo ha planteado sobre educación.
La propuesta
de cancelación ha sido genérica. Incluso cuando anunció que enviará de
inmediato las iniciativas para echar atrás la reforma, su planteamiento fue
ambiguo: no dijo si se refería a la reforma constitucional de 2013, si a todas
las leyes reglamentarias o solo a alguna de ellas. La contundente vaguedad de
la afirmación es, sin duda, intencional: con su retintín demagógico, el Presidente
electo mantiene su fantasía de rompimiento, pero sin definir con exactitud
hasta dónde pretende dar reversa o hacia donde quiere ir.
Si se toma literalmente la afirmación
del próximo Presidente, la cancelación tendría que llegar a la médula de la reforma:
los cambios constitucionales que establecieron un sistema de carrera para el
magisterio con criterios de ingreso, promoción y permanencia basados en el
mérito, y un sistema nacional de evaluación regido por un órgano constitucional
autónomo. No ha habido, en materia de educación básica y media, una sola
propuesta en sentido positivo. Si nos atenemos a sus dichos, su proyecto
consiste en volver al statu quo existente hasta 2012, con todo el sistema de
educación básica y parte de la media en manos de una u otra facción del
monopólico Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, que desde 1946
ha controlado todo el sistema de carrera de los profesores y se ha apropiado de
buena parte del presupuesto educativo durante siete décadas.
Hay signos
ominosos que hacen pensar que Presidente López Obrador pretende devolverles un
papel primordial a ambos bandos del sindicalismo magisterial. Una suerte de
política de apaciguamiento con base en el retorno a un modelo de gobernación
del sistema educativo de carácter corporativo –un arreglo que, por cierto, la
reforma de 2013 no desmontó del todo, pues apenas y les redujo a las facciones
sindicales su capacidad para distribuir las plazas, mientras la influencia
sindical en el resto de los ámbitos distributivos relacionados con la educación
sigue intacta en la mayoría de los estados–. Durante su campaña, en el reparto
de candidaturas y en sus dichos, se reflejó una cercanía no desmentida con el
grupo sindical de Elba Esther Gordillo y su ámbito de influencia, mientras su
alianza con la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación
–partidaria de la demolición de la reforma hasta los cimientos
constitucionales– ha sido explícita.
Sin embargo, el nombramiento de
Esteban Moctezuma, un conservador pragmático, al frente de la secretaría de
educación y la llegada a su equipo de Gilberto Guevara Niebla, puede querer
decir que posiblemente la “cancelación” se centre en el sistema de evaluación
del desempeño y los efectos realmente punitivos del diseño actual. Si así
fuere, estaríamos en un escenario positivo, ante una posibilidad de ajuste
institucional incremental a partir de la renegociación entre las partes. El
sistema del servicio profesional docente tiene grandes “oportunidades de
mejora”, como dice el cursi tópico, desde sus fundamentos mismos. Lo que no
puede ser echado atrás, en cambio, a costa de restaurar sin remedio el control
corporativo del sistema, es el criterio de profesionalización basado en el
mérito establecido por el artículo tercero.
El fracaso de la reforma educativa de
Peña Nieto estuvo, desde el origen, en el diseño de una ley del servicio
profesional docente muy poco atractiva para los profesores en ejercicio,
amenazante, y sin mecanismos para la adaptación al nuevo sistema de incentivos.
Una reforma que se hizo casi contra los maestros, no para involucrarlos e
ilusionar al menos a los más dedicados. No conozco a ningún grupo de profesores
entusiastas de la reforma y ello, entre más de un millón de docentes, no puede
ser mero resultado de décadas de control corporativo. Y sin el entusiasmo de al
menos una parte sustancial de los profesores realmente existentes, los efectos
reales de la reforma sobre la calidad educativa serán ínfimos y, en todo caso,
se harían notar al completarse el relevo de los profesores actualmente en
activo.
La reforma de la reforma se podría
centrar en el rediseño completo del sistema profesional docente, sin eliminar
los concursos de ingreso y de promoción, pero con la inclusión de concursos de
promoción en la función con aumentos sustanciales de ingresos entre categoría y
categoría. La evaluación del desempeño tendría, así, un carácter promocional,
en lugar de estar asociado a un sistema sancionador. Los colegios profesionales
podrían ser la vía de democratización de la representación magisterial y de
canalización de su participación en las comisiones dictaminadoras de concursos
del sistema de carrera.
Una buena parte de un posible aumento
en el gasto educativo debería orientarse a la creación de un sistema nacional
de formación continua del magisterio, mientras que otro buen tanto se debería
destinar al aumento salarial progresivo de los profesores que entren al sistema
de promoción en la carrera. Con ello se ganaría el respaldo de los profesores a
un modelo educativo novedoso que impulsara el aumento de las competencias de
los estudiantes mexicanos.
Sin embargo,
López Obrador no está comprometido con
el desempeño del sistema educativo en el largo plazo. Su vista está colocada no
en la calidad de la educación básica y media –en la cual, por cierto, se
concentra el mayor porcentaje de deserción–, sino en la cobertura de la
educación superior hoy, supongo que con la idea de que la incorporación de los
jóvenes a la educación superior va a contribuir a disminuir la violencia y a
mejorar las expectativas de futuro de la generación que está llegando ahora a
la edad laboral. El riesgo es que sus cien universidades, de nacer, sean meras
simulaciones, con niveles ínfimos de calidad, un gasto enorme que solo aplace
la incorporación al mercado de trabajo sin mejorar realmente las expectativas
salariales y de bienestar, tanto por la falta de crecimiento del empleo como
por la baja formación que no capacite realmente para el tipo de trabajo que el
cambio tecnológico irá creando.
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