Pablo Gómez.
Con la
victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador y la conformación de una
mayoría parlamentaria, que se extiende hacia 21 entidades federativas, hay dos
grandes clases de personas, sin contar a los irremediables enemigos de los
cambios prometidos.
Por un lado, se encuentran los millones
que tienen esperanzas en que el cambio por el que votaron se haga realidad, que
se empiece a sepultar el Estado corrupto, al tiempo de que se inicie una
reversión en el actual patrón de distribución del ingreso y se combata la
pobreza y el atraso social.
Por el otro, se encuentran aquellos que no creen que
algo se pueda cambiar verdaderamente y, mucho menos, en la medida en lo que se
está anunciando por Morena desde la reciente campaña electoral.
Hay quienes advierten peligros en el
terreno de las libertades. Se preguntan con insistencia si tanto respaldo
popular en favor de Andrés Manuel podría devenir en autoritarismo y persecución
política. Suponen, sin admitirlo, que el poder no debe servir para cambiar,
sino para dejar todo igual, con el solo fin de proteger el incipiente grado de
libertades y democracia. Sin embargo, todo cambio popular, hoy y aquí, tiene
que ser democrático, pues de lo contrario no será.
Hay, por otra parte, escépticos y
preocupados de verdad, quienes se encuentran un poco amargados de tanta
simulación a través de tantos años o, sencillamente, son pesimistas, no creen
en mejorías.
Vivimos aún con el trauma de la
transición simulada, la que protagonizó el PAN con Vicente Fox, primero, y con
Felipe Calderón, después. La “re-transición” de Enrique Peña Nieto fue igual de
mala. Cambios sólo
formales, con el fin de que no se produjeran modificaciones de verdad,
terminaron en una suerte de defraudación del dictado popular. Mucha gente
supone que ahora será igual, por lo que no quiere esperanzarse debido a tantos
desengaños anteriores.
El éxito de la Cuarta Transformación,
como le llama López Obrador, no depende de que lo quiera quien será presidente
a partir del 1 de diciembre, sino de lo que éste pueda, lo cual, a su vez,
estará determinado por la capacidad de exigencia de la ciudadanía que exige los
cambios.
Un presidente con mayoría
parlamentaria no tiene excusa, pero necesita soporte popular y presión
ciudadana. De eso depende todo. En lugar de dudar, ahora es preciso ayudar al
esfuerzo colectivo.
El miedo más grande que provoca
cualquier cambio en los tiempos que vivimos es que la menor modificación puede
traer un castigo de los “mercados”. Pero ¿qué cosa es eso? Nuestro
país, como muchos otros, depende en medida cada vez mayor del poder del dinero:
inversionistas y especuladores de divisas.
Los llamados mercados financieros son
capaces de someter a los gobiernos y también a las empresas. La
“confianza” que vale no es la de los trabajadores, campesinos, pequeños
comerciantes e industriales –la inmensa mayoría–, sino de los centros de
concentración de capital-dinero y los grandes conglomerados que realizan las
inversiones, es decir, conducen el
proceso de conversión de la ganancia en nuevo capital productivo.
En realidad,
el éxito del nuevo gobierno, las
esperanzas de millones, depende en mucho de la capacidad para sortear la acción
de tal poder financiero que se cierne sobre la mayor parte del mundo como
instrumento de sanciones impuestas a quien discrepa del inicuo orden
establecido.
Mas no se trata de simple habilidad,
sino de una acción política que permita tomar las decisiones que conduzcan a
neutralizar, al menos en parte, las arremetidas de los llamados mercados contra
toda decisión que pudiera causar “nerviosismo” o “desconfianza”.
Los escépticos, desconfiados y
pesimistas deberían poner su energía al servicio de causas mejores que la
pasividad y las malas vibras. Va a llegar el momento en que las presiones de
todo el ámbito de los privilegios y del acaparamiento del ingreso y la riqueza
se conviertan en realidad y traten de operar en el terreno de la política, en
especial para hacer más difícil cada paso en la dirección de los cambios
económicos y sociales que requiere un país tan arruinado y pobre como México.
A pesar de que el nuevo gobierno aún
no ha asumido y que el Congreso todavía no ha aprobado decreto alguno, se
nos quiere llevar al campo de la desesperanza, la cual no es otra cosa que la
desilusión por adelantado, el pesimismo que brinda la cobardía.
Ya nos están cayendo gordos esos que
niegan la posibilidad de todo cambio verdadero. Son agoreros de lo peor con el
sólo propósito de justificar sus desatinos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario.