Francisco
Ortiz Pinchetti.
Ocurrió
nuevamente. Alberto Flores Morales, de 53 años de edad, y Ricardo Flores
Rodríguez, de 22, que presuntamente se habían robado a dos niños en Acatlán de
Osorio, un municipio de la sierra mixteca de Puebla, fueron quemados vivos. Los
dos hombres habían llegado a la comunidad de San Vicente Boquerón a bordo de
una camioneta y la gente los señaló como robachicos. Aunque la Policía
Municipal los resguardó en la Presidencia, la gente se enardeció y se los
arrebató. Luego de golpearlos y amarrarlos, les rociaron gasolina y les
prendieron fuego estando todavía vivos. Los dos hombres murieron y las
autoridades municipales no intervinieron.
Los hechos
tienen asombrosa similitud con otros, ocurridos generalmente en comunidades
indígenas o campesinas pobres y marginadas. Parecieran suceder de manera
cíclica. Tienen en común que todo se inicia a partir de un rumor y que en el
linchamiento participa una multitud enardecida, a menudo alentada por sujetos
en estado de ebriedad.
Me tocó
cubrir hace justo 20 años un caso muy parecido, igualmente dramático, ocurrido
en Huejutla, una población serrana de la Huasteca Hidalguense. Dos infelices
vendedores de juguetes baratos y “chicles sorpresa” con estampitas para los
niños, que viajaban en una camioneta destartalada, fueron acusados de
robachicos, luego de que una niña supuestamente dio la voz de alarma que
originó el rumor que creció y creció. Una transmisión radiofónica azuzó aún más
la ira de la gente, que acudió en tropel. Este es un fragmento de la crónica
que publiqué en el semanario Proceso, el 16 de mayo de 1998:
Con un
soplete abrieron la reja de la barandilla municipal. Sacaron de la celda a los
dos presuntos robachicos, detenidos la víspera.
En vilo, los llevaron a la calle.
Ahí, tirados en el suelo, los golpearon, los patearon, les
escupieron. Luego los ataron de pies y
cuello. Los rociaron con gasolina y a punto estuvieron de prenderles
fuego. Entre una turba, los arrastraron
de los pies hasta la plaza y los subieron al quiosco. Nuevamente los azotaron con palos y machetes,
hasta que perdieron el conocimiento. A
uno de ellos, el más corpulento, lo quisieron colgar de los brazos, pero su
peso rompió el mecate y cayó hasta estrellarse en las baldosas de la
plaza. Otra vez lo intentaron y otra vez
cayó, ahora de cabeza. Al otro lo
picotearon con un machete y a medianoche lo colgaron Más de un millar de
personas —entre ellas el gobernador del estado— presenciaron el martirio. La
policía rescató finalmente los dos cadáveres.
Huejutla
está ubicada a 220 kilómetros al noroeste de Pachuca, la capital del estado. En
ese entonces tendría unos 90 mil habitantes, predominantemente mestizos. Es cabecera de un municipio con más de 40
comunidades indígenas nahuas que sobreviven en la marginación de una
agricultura de autoconsumo. La población indígena conserva formas tradicionales
de organización. Las comunidades nombran a sus propias autoridades, denominadas
“jueces” o delegados municipales. La
policía municipal disponía apenas de 32 elementos –16 por turno— mal armados y
peor entrenados.
El
gobernador del estado era nada menos que Jesús Murillo Karam. Le avisaron
cuando ya tenían a los comerciantes en el quisco del pueblo. Había mal tiempo y
no pudo trasladarse en helicóptero. Viajó por carretera durante casi cuatro
horas. Cuando llegó, unos minutos antes de las 11 de la noche, había ya en la
plaza unas mil 500 personas. Uno de los apresados había muerto. Los intentos
del mandatario por persuadir a los pobladores de no proseguir con el
linchamiento fueron inútiles. José Santés Velázquez, un hombre regordete y
guasón, de 31 años de edad y su escuálido compañero Salvador Valdez Rojas, de
23, ambos radicados en Tlahualica, Veracruz, fueron brutalmente asesinados.
Indagué
cuanto pude acerca de ellos. Hablé con el presidente municipal y con vecinos de
su pueblo, así como con autoridades judiciales de los dos estados, incluidos
los procuradores de Justicia. Todos coincidieron en que se trataba de personas
honorables y trabajadores, sin ningún antecedente negativo. Eran en efecto
modestos comerciantes, nada más. Lo más dramático fue descubrir que todo pudo
deberse a una broma.
En su
declaración preparatoria ante el MP, en efecto, José Santés y Salvador Valdez
alegaron reiteradamente su inocencia. El
gordo Santés contó que bromeó con las niñas que se acercaron a la camioneta
“Qué linda niña —le dijo a Edith, la mayorcita—; cuando crezcas vamos a venir a
secuestrarte…”
Tras del
linchamiento hubo una decena de detenidos, gente del pueblo. Un yerbero de 60 años,
un vendedor ambulante de enciclopedias, de 25; una taquera, de 36; un chalán de
albañil, de 67; un paletero, de 37, entre otros. Nadie pudo explicar después
cómo ni por qué fueron escogidos como culpables, entre una multitud
participante.
Hablé con
ellos en el Cereso de Pachuca. Todos se dijeron inocentes. Y todos alegaron que
era injusto que sólo a ellos los apresaran, cuando en el linchamiento participó
todo el pueblo. También que la causa de esos hechos era la desconfianza de la
gente hacia las autoridades. “Hubo otros casos más antes en que dejaron libres a
los delincuentes, por dinero”, dijo una tamalera presa. “Yo nomás estuve de
mirona”. Es México…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario.