Epigmenio
Ibarra.
De la guerra -se podría decir-, yo
hablo y escribo siempre en primera persona. Y lo hago porque la conozco, la he
vivido, la he sufrido en carne propia.
Estuve muchas veces bajo fuego a lo largo de 12 años, en distintos
frentes de guerra. Han silbado más balas a mi alrededor que las que han silbado
en torno a esos arrogantes generales y almirantes que hoy, desde sus oficinas
blindadas, dirigen la guerra en México.
Yo no fui
como ellos al Colegio Militar. No soy diplomado de Estado Mayor, pero he entrevistado a jefes militares
legendarios por su audacia, por su manera de dirigir operaciones en el terreno.
Supe escucharlos y, sobre todo, aprender de ellos enfrentando los mismos
riesgos que ellos enfrentaban en el campo de batalla.
Con la cámara al hombro crucé muchas
veces la tierra de nadie y documenté a uno y a otro bando en varias guerras.
Estuve con las guerrillas y también con los ejércitos gubernamentales en
Centroamérica y Colombia donde registré, además, los más sangrientos días de la
guerra de los extraditables. Me dispararon y me acogieron tanto serbios como
bosnios en la antigua Yugoslavia. Anduve, en el Golfo Pérsico, con el ejército
norteamericano, con los insurgentes chiitas en el sur de Irak y con las tropas
de Sadam Hussein en Bagdad.
He sido, por décadas, un ávido lector
de cuestiones militares y, atenido a aquello de que la violencia es la partera
de la historia, me he dedicado a analizar conflictos del pasado y del presente.
Pero no soy un intelectual; soy simplemente un testigo. Alguien que habla de lo
que ha vivido.
Y lo que he
vivido en la guerra, que para los
generales es gloria, poder y negocio, para mí sólo ha sido sangre, olor a pólvora
y mierda. Ahí, lo que más me ha marcado como hombre es el dolor inmenso que
provoca. El dolor de las víctimas civiles, de esas y esos que no son, casi
nunca, parte de la historia, que apenas engrosan la estadística de las llamadas
bajas colaterales.
Yo estuve en
El Mozote, en el Nororiente salvadoreño, antes y después de la masacre que
borró a ese pequeño pueblo del mapa. Vi cuando desenterraban los despojos de
los 553 menores de edad -477 con menos de 12 años-, asesinados ahí por el
batallón Atlacatl del ejército gubernamental. Yo filmé a mujeres, con sus hijos
enracimados, clamando al cielo desde donde los helicópteros artillados
disparaban. Yo, como diría León Felipe, ya me sé todos los cuentos.
Con esos gritos, con ese llanto que
no cesa, con ese dolor a cuestas, tatuado en lo más profundo de mí, es que
regresé a México dispuesto a hacer cuanto fuera necesario para evitar que ese
infierno, que llegó de la mano del infame de Felipe Calderón, se instalara
entre nosotros. Fracasé, fracasamos. Ese horror que quería evitar ya está aquí
y aumentado con creces.
Felipe Calderón, que deberá responder
ante la historia y también (en eso habré de empeñarme) ante la justicia, dio,
de manera criminal e irresponsable, una patada al avispero. Sin preguntarse siquiera
por la capacidad de reposición de bajas del narco, el tamaño y la calidad de su
base social, o su capacidad logística y financiera, se lanzó a combatirlo a
sangre y fuego, desplegando a decenas de miles de efectivos del Ejército y la
Marina a lo largo y ancho del país. Traicionó así a México al desatar una
guerra por encargo de Washington, que hoy sigue poniendo las armas y los
dólares mientras nosotros ponemos los muertos.
Desde la primera operación ofensiva
lanzada por Calderón en Michoacán advertí que la guerra sería tan cruenta como
inútil y que el poder de fuego de las fuerzas armadas sólo provocaría una
escalada en el poder de fuego del narco. Dije también que el ejército, que se
mueve con la pesadez y la lentitud característica de las fuerzas regulares,
como un elefante en cristalería, tendría un modo de actuar previsible y sería
fácil de burlar.
La presión sobre los mandos para
obtener resultados, detener capos, desmantelar organizaciones, por parte de
Calderón, un megalómano urgido de legitimidad; así como la frustración al
perseguir a un enemigo elusivo, y el enorme poder de fuego en manos de soldados
sin entrenamiento para ejecutar tareas propias de policías y que habrían de
moverse entre la población civil, terminaron por configurar la tragedia.
12 años
después, con más de 260 mil muertos y 40
mil desparecidos, con 345 mil desplazados por la violencia y más de un millón
de familias destrozadas, la droga sigue cruzando al norte, los dólares y las
armas siguen cruzando al sur, los carteles actuando impunemente y el Ejército y
la Marina violando sistemáticamente los derechos humanos.
No nos
equivoquemos. No sólo fracasaron
Calderón, Peña, que siguió sus pasos, los jefes militares y navales que no
tuvieron el patriotismo de cuestionar las órdenes presidenciales y replantear
la estrategia… fracasamos todos por no detenerlo, fracasamos como país.
Desaparecieron, en medio del
enfrentamiento entre fuerzas armadas y narco, prácticamente todos los cuerpos
policiales, el aparato judicial corrió la misma suerte, se produjo un colapso
definitivo de las instituciones responsables de procurar justicia y prestar
seguridad a los ciudadanos. Para muchas personas en las zonas más violentas de
México, la única alternativa ante el retiro de la tropa sería armarse para
resistir o abandonar su casa, su tierra, sus negocios, huir.
Ese es el
México que recibirá Andrés Manuel López Obrador, un México que se nos deshace entre las manos, un país en el que
enfrentamos una trágica paradoja: si continúan soldados y marinos en las calles
no habrá paz y si, por el contrario, regresan de inmediato a sus cuarteles, no
habrá seguridad en muy amplias zonas del territorio nacional.
Poca gente conoce México como López
Obrador, ningún político ha escuchado tan de primera mano los testimonios de
quienes son víctimas de la inseguridad en todo el territorio nacional, ningún
gobernante ha tenido, por otro lado, su sensibilidad ante el sufrimiento de las
mayorías y la claridad para establecer la relación profunda entre corrupción y
violencia.
Su objetivo declarado es pacificar al
país. Está empeñado en lograrlo desplegando todo tipo de recursos, por más que
algunas de sus propuestas escandalicen a quienes -sabiendo muy poco de la
guerra- las simplifican groseramente con el propósito de golpearlo. Lograr ese
objetivo no será ni fácil ni rápido.
Entramos, el
1 de diciembre, a un complejo periodo de
transición en el que habrá que reconstruir prácticamente todas las policías,
desde la federal hasta las de los municipios más pequeños, así como los
aparatos de procuración de justicia. López Obrador tendrá que ir conciliando
entre lo que soñó y lo que puede hacer, sin perder el objetivo de conseguir
cuanto antes lo soñado.
No me gusta nada la idea, luche y
seguiré haciéndolo porque los militares regresen a sus cuarteles, pero entiendo
que el retiro inmediato del ejército y la marina puede ser peligroso. Más
peligroso sería, sin embargo, que el ejército mantuviera la doctrina que ha
prevalecido los últimos 12 años y continuara librando una guerra de exterminio.
Sé que el nuevo Presidente no habrá de ordenar ni a militares ni a policías
empeñarse en actos de represión. La paz, como él dice, es fruto de la justicia
y ni una ni otra se consiguen a punta de fusil.
El reto de López Obrador, como
comandante supremo de las fuerzas armadas, será contener al ejército y la
marina, hacerlos seguir estrictos protocolos de uso de fuerza, someter a la
justicia civil a mandos que se han involucrado en violaciones a los derechos
humanos, y cambiar sus órdenes radicalmente. Ya no se trata, como lo hicieron
Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, de librar una guerra contra los cárteles
sino de prestar seguridad a la población. De fuerza de combate han de pasar a
ser fuerza de disuasión. No se apaga el fuego con gasolina.
A los cárteles habrá que combatirlos
cerrando sus fuentes de financiamiento porque sin dinero, sin esas enormes
cantidades de dinero, el crimen no se organiza, no se arma, no corrompe a
gobernantes, jueces y funcionarios.
Hay que
combatir a los cárteles obligando a
Washington a combatir a las organizaciones criminales norteamericanas en su
propio territorio. Éstas manejan en realidad al narco en toda América Latina,
lo financian, lo arman.
Hay que hacer que la CIA deje de
mandar en la Marina para que esta suspenda sus operaciones de aniquilamiento
“selectivo”, reducir dramáticamente y supervisar los programas para proveer
armas, tecnología y pertrechos a las fuerzas armadas, y evitar que jefes
militares y navales se enriquezcan con la guerra.
Dicen
quienes conocen al ejército mexicano que en él hay tres sectores: 1) el de aquellos que se formaron en la
guerra sucia y operan, entre otros territorios, en Guerrero, donde cometió la
mayoría de sus crímenes el general Acosta Chaparro y donde sus seguidores
siguen cometiéndolos; 2) los “generales de oficina” a los que se les hizo fácil
mandar a los jóvenes a matar y morir, y que aprovecharon la guerra de Calderón
y Peña para hacer enormes negocios; y 3) aquellos nacionalistas herederos de la
tradición cardenista.
Si esto es
así, López Obrador deberá actuar tanto
contra los criminales de la guerra sucia como contra los corruptos que
estuvieron al mando en los últimos doce años. No tocarlos implicará ponerse en
riesgo y sobre todo poner en riesgo a la población civil en las zonas donde
soldados y marinos se mantengan en las calles. La única esperanza está -me
parece- en que los militares honestos y patriotas que honren el legado del
general Lázaro Cárdenas se sumen a las tareas de la 4ª transformación y
colaboren en el esfuerzo de regresar, cuanto antes, a sus cuarteles.
La prioridad es ahora la seguridad;
no la defensa. No se necesitan fuerzas regulares equipadas con armamento y
tecnología para combatir un enemigo externo ni generales que, ensangrentando al
país, jueguen a la guerra. Necesitamos paz, necesitamos seguridad sin guerra.
Necesitamos pronto, lo más pronto que se pueda, al ejército en sus cuarteles y
transformado en una guardia nacional.
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