Gustavo De la Rosa.
La propuesta de la Guardia Nacional
militarizada ha traído a discusión nuevamente el papel del Ejército en
Seguridad Pública, y los juarenses tuvimos la mala suerte de ser la primera
ciudad que experimentó esto.
Debido a que laboré como defensor de
derechos humanos en esa época, me tocó estar muy cerca de los militares en sus
tareas de combatir al narcotráfico, y viendo que la discusión alcanza niveles
de reflexión y abstracción cada vez mayores, pretendo participar en este debate
con elementos arrancados de mi memoria que sirvan a los analistas para alcanzar
conclusiones más robustas.
En diciembre
del 2006, cuando se declaró la guerra al
narco y se realizaron los primeros operativos militares en Guerrero y
Michoacán, nosotros teníamos temor de que la guerra que se iniciaba en el
sureste se fuera a extender al norte. La primera parte del 2007 se vivió
tranquila y, aunque sabíamos de la fuerza del narco y lo rudos que podían ser
en un enfrentamiento, todo corría en paz.
Pero las cosas cambiaron en la
segunda mitad del año: aparecieron cartelones de organizaciones delictivas que
amenazaban a la Policía municipal y ministerial. Durante los últimos meses de
aquel año el conflicto en el seno de las policías se agudizó y empezaron las
ejecuciones y asesinatos de personajes conocidos como intermediarios del cártel
que funcionaba en Juárez.
Poco a poco fueron ingresando los
militares a las tareas de Seguridad Pública; y aunque los veíamos actuar no se
reconocía su presencia oficialmente, sólo se comentaba que estaban auxiliando a
los policías en el combate al narcotráfico. Sin embargo, para
el mes de marzo de 2008 las autoridades municipales y estatales doblaron las
manos y solicitaron la intervención del Ejército para contener un sorpresivo
incremento de los asesinatos en la vía pública y algunos homicidios
sobresalientes, bien por ser de conocidos en la ciudad o por ser de directivos
policiacos.
A toro pasado todo mundo ha
reconocido que las autoridades estatales y municipales se apresuraron a
entregar la plaza los militares, al parecer le faltó valor tanto al presidente
municipal José Reyes Ferriz como al gobernador José Reyes Baeza, sin saber qué
significaría su ingreso.
Una mañana
de marzo mi buen amigo Jaime García Chávez me
llamó para decirme que el general Juárez había declarado ante el empresariado
de la capital que “su orden de cateo se llama marro” y que les pedía a los
periodistas que cuando reportaran alguna muerte civil en la batalla que se
iniciaba no dijeran “un muerto más, sino un delincuente menos”. Al mismo tiempo
en mi oficina de derechos humanos recibimos la instrucción de no intervenir en
las quejas que presentaran los ciudadanos contra los abusos de los militares y
que las canalizáramos a la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
En abril
vino a Juárez una mujer de excepción, la periodista Alba Guillermo Prieto, quien solicitó mi auxilio para algún
trámite que debía hacer y además para visitar a Esther Chávez, heroína civil en
Juárez; en una charla sobre lo que pasaba me dijo que le parecía extraño lo que
sucedía, porque observaba que la mayoría de las agresiones eran contra hombres
maduros, bien vestidos, en camionetas modernas y muchos incluso armados.
Ella, con su experiencia en el periodismo
latinoamericano, había observado el fenómeno de Colombia y me decía que muchos
de los asesinatos que se cometen en una guerra entre cárteles los sufren los
grupos más vulnerables de las organizaciones delictivas, y advirtió que, si no
se detenía a tiempo, el conflicto podría salirse de control y convertirse en
una masacre ciudadana. En esas dudas estaba cuando se instalaron
definitivamente las fuerzas militares en la ciudad, con aplausos de algunos
ingenuos que tenían una percepción idílica de la vida bajo vigilancia militar.
El primer hecho alarmante se presentó
en los primeros días de abril; recibí una llamada telefónica a las 10 de la
noche pidiendo que me acercara a un lugar conocido como el puente del zorro porque
los soldados habían agredido a una patrulla policial, cuando llegué al lugar me
quedé asombrado. Los militares preparaban un retén en esa avenida cuando pasó
una patrulla de la Policía municipal con las torretas prendidas y un soldado le
disparó, hiriendo en la cabeza a uno de los agentes a bordo.
Días después
una exalumna me llamó de urgencia
pidiéndome apoyo porque habían detenido a su hermana, una oficial investigadora
de la Policía ministerial, junto con otros 22 agentes y los tenían detenidos en
el campo militar ubicado al sur de la ciudad; me acerqué para dar fe de lo que
sucedía pero en el camino me informaron telefónicamente que también estaba
detenida una alta funcionaria del Gobierno del Estado y que el general de la
zona no definía su status, si estaba detenida o sólo citada para charlar con el
general.
Llegué hasta las puertas del campo
militar, donde un grupo de personas preguntaba por sus familiares y por la
funcionaria detenida; al acercarme a la caseta de vigilancia a preguntar por la
situación de los detenidos mi alarma creció al escuchar a los soldados cortar
cartucho y la voz autoritaria de un mando menor exigiendo nuestra retirada.
Los juarenses son entrones y varios
de los presentes caminaron hacia la puerta de la caseta al mismo tiempo que los
soldados caminaban hacia nosotros con sus fusiles listos para abrir fuego,
cuando llegó una camioneta de un canal televisivo transmitiendo en vivo y al
encender los reflectores todo mundo recuperó la tranquilidad. No necesitamos ni
siquiera 10 días con los militares a cargo de tareas de Seguridad Pública para
comprender que estábamos frente a un evidente estado de excepción, con
suspensión de facto de las garantías individuales.
El general a cargo de los operativos
se apellidaba Espitia y muy pronto empezó a quejarse de la intervención de la
Comisión Estatal de Derechos Humanos diciendo que estorbábamos su quehacer en
contra de la delincuencia; hasta llego a acusarnos de complicidad con los
narcotraficantes, ante el silencio cómplice del presidente de la Comisión.
Así se comportaba el Ejército hace 11
años: consideraba que todos los juarenses eran presuntos narcotraficantes y que
los policías y los defensores de derechos humanos éramos sus enemigos. Entraban
a cualquier casa, escudándose en denuncias anónimas, y destrozaban lo que se
les atravesaba, detenían a los jóvenes que hallaban en su interior y vaciaban
las alacenas y los refrigeradores. Después nos enteramos de que la tropa era
tan mal administrada por los jefes que los asaltos a las cocinas eran para
conseguir alimentos para ellos mismos consumir, porque sólo les proporcionaban
sopas Maruchan para calmar el hambre y aguantar las jornadas de 24 horas
continuas.
Este fue el periodo más duro de la
guerra en Juárez, los crímenes que en los meses de enero y febrero de 2008 ya
habían subido de 15 a 50 por mes, comparados con los promedios de los últimos
10 años, pronto se elevaron de 50 hasta más de 200 por mes. Para febrero de
2010 se decidió retirar a los militares del operativo de seguridad y recuerdo
que la procuradora de Justicia en aquel tiempo comentó “qué caray, se los
llevan cuando ya estaban aprendiendo a trabajar como policías”.
En los
momentos más duros de la presencia militar en Juárez se pudieron contar más de 5 mil hogares invadidos y un número similar
de personas detenidas y torturadas, mi oficina documento 23 desapariciones
forzadas y más de 10 ejecuciones extrajudiciales confirmadas; todavía
asesoramos juicios por tres de ellas en los juzgados de Distrito.
Años después nos enteramos, por
declaraciones de uno de los sicarios más sanguinarios de la guerra de los
cárteles, que los jefes de La Línea aumentaron su agresión contra los adictos y
vendedores de poca monta para elevar la estadística de homicidios y poner en
evidencia la ineficacia del Ejército, sabiendo que los militares iban a
fortalecer a la gente de El Chapo; él mismo reconoció haber cometido unos
novecientos asesinatos.
En las siguientes entregas comentaré
sobre los esfuerzos que hicimos para que los integrantes del Ejército mejoraran
sus prácticas de respeto a los Derechos Humanos, nuestros fracasos con las
policías municipales y ministeriales, y la experiencia de control con las
fuerzas federales al mando de Facundo Rosas.
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