martes, 27 de noviembre de 2018

Entre sabotajes y sometimiento.


Salvador Camarena.

Los últimos días de noviembre discurren en una realidad esquizoide. Todo es un desastre, dicen unos. Vamos viento en popa, expresan otros.

Cada bando tiene números, datos o documentos para desestimar al otro. Nunca fue más sencillo tener la razón que en esta era de fake news, postverdad y falta de diálogo.

El dólar al alza, la Bolsa a la baja y el “nerviosismo” autodiagnosticado de algunos son –nos dicen– prueba de la inminencia del desastre.

El dominio total de la agenda mediática, la demostración de fuerza de reunir lo mismo a miles de elementos de las Fuerzas Armadas que a cientos de miles de ciudadanos en una nueva “consulta”, así como la imposición de una narrativa de que el cambio ya viene y es no sólo real sino profundo, es, en contrapartida, la explicación que todo lo abarca, incluidos por supuesto los deslizamientos en los mercados, que resisten “el fin de los privilegios”.

La verdad puede ser que esté en otro lado. Mientras la encontramos, viviremos en el territorio de la incertidumbre que provoca este choque de versiones mientras un tercero en discordia, que no ceda a la calentura del enfrentamiento, no se instale como polo neutro.

Porque hoy los protagonistas del día a día son, por un lado, los defensores de la ortodoxia, que aunque de capa caída, poca inventiva y menos proactividad, se dan el lujo de la demasiada sorna: el “se les dijo” como mantra del mal perdedor que hace suyo el privilegio de carecer de autocrítica.

Los impulsores del cambio, por el otro lado, desdeñan todo aquello que no sea su pensamiento único: el cambio es bueno porque es cambio. Punto. Y porque es cambio no necesita demostrar nada a priori porque cuando empiece a ocurrir, el cambio se mostrará virtuoso y entonces acallará todas las dudas. No coman prisas, concedan sin cuestionar, nos piden.

¿Cuánto más puede durar una situación así? O dicho de otra forma, los autocomplacientes de ambos lados qué tanto pueden estirar la liga antes de que cause estragos.

Alberto Escorcia (@AlbertoEscorcia) tuiteaba el 17 de noviembre: “La batalla entre apoyo incondicional por un lado; y el sabotaje por el otro, sólo conduce a la inestabilidad del país, no de un gobierno. En el escenario internacional ante una inminente crisis. Y occidente y oriente peleando por la hegemonía, debemos pensar en el bien común”.

No sé si a Alberto le hizo falta encontrar un mejor término para “apoyo incondicional”. Encuentro casi exacto, me temo, el que utilizó para un bando: sabotaje. Si de un lado vemos eso, y es pregunta, del otro más que “apoyo incondicional” no sería mejor definir a lo que llegamos a apreciar en voces otrora críticas como “sometimiento”.

Si unos sabotean y otros al someterse intentan someter, la batalla será de necios, de enojados, de ánimos encendidos por resentimientos que no tienen que ver con el proyecto del próximo presidente, sino con algo más profundo (y que sí ha atizado el próximo mandatario): la histórica división entre mexicanos, las diferencias que nunca han podido superarse.

Es peligroso sabotear. Es irresponsable también. Como tampoco es presumible ni cívico renunciar a la crítica y demandar que otros lo hagan.

Cuando queda menos de una semana para el cambio formal y legal de gobierno, en México no se discute, menos se debate. Cuando mucho se arenga desde la polarización, lo que se ve son emberrinchados desplantes de unos y otros por el resultado del 1 de julio y sus consecuencias prácticas (la renuncia anticipada de un presidente a gobernar, la prisa del otro por ocupar todo espacio).

¿Qué actores, desde qué espacios, ayudarán a los mexicanos a huir de esta bipolaridad que sólo alimenta el encono? Es pregunta.

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