Jorge Javier
Romero Vadillo.
Hace unos
días, el 24 de noviembre, el presidente electo Andrés Manuel López Obrador se
dirigió a las fuerzas armadas en una ceremonia diseñada a propósito para su
presentación como próximo jefe supremo. Ahí desplegó una más de sus frecuentes
lecciones de historia patria, esta vez dedicada específicamente a la
trayectoria del ejército, para convocar a los marinos y soldados, en tanto que
pueblo uniformado, a que lo sigan en su misión redentora contra el
neoliberalismo, causante de todos los males de la nación, sobre todo de la
violencia que atenaza a la sociedad mexicana, pues desde su llegada depredadora
millones de mexicanos se han quedado sin otra opción que dedicarse a delinquir.
Es de suyo
preocupante que el próximo presidente de la República se dirija a un cuerpo de
servidores profesionales del Estado, que por definición debería estar al margen
de las definiciones ideológicas particulares –aunque sus integrantes en lo
individual pueda profesar creencias políticas distintas–, para pedirles que lo
sigan en sus convicciones personales, las que inevitablemente guiarán su
actuación, pero que no por ello dejan de ser parciales y no pueden ser
impuestas como credo oficial a los cuerpos del Estado, principalmente a los
armados. Se trata de un principio básico en una democracia laica, la cual no
puede tener ni religión ni ideología oficial distinta al compromiso con el
orden jurídico y los derechos establecidos por el texto constitucional.
La arenga
del presidente electo a los militares, en cambio, fue un llamado a seguirlo,
como las de los caudillos decimonónicos o revolucionarios que llamaban a la
rebelión en favor de una causa justiciera. No era un Jefe de Estado frente a un
conjunto de servidores públicos con responsabilidades delimitadas por la ley,
sino un agitador en busca de adeptos para enfrentar al enemigo –la
delincuencia– que ha sido prohijada por sus perversos adversarios políticos,
los neoliberales que en realidad son herederos del Partido Conservador. Los
soldados patrióticos no pueden más que estar del lado correcto de la Historia,
el que él representa, como líder del pueblo frente a sus enemigos.
La visión
maniquea de la historia de México que tiene el ya virtual presidente refleja
con claridad su proceso de politización en la primera edición de los libros de
texto gratuitos que en el apogeo de su poder impulsó el régimen del PRI para
consolidar su legitimidad a través del proceso socializador de la educación
controlada por el Estado, como lo escudriño el recientemente fallecido Rafael
Segovia en su clásico La politización del niño mexicano, publicado en 1975, en
el que se reflejan de manera nítida los valores inculcados por el proceso de
construcción de capital político que guio a la enseñanza durante la época
clásica del autoritarismo.
López
Obrador debe haber estudiado sus primeros años de primaria alrededor de 1960,
año en el se estrenaron los libros obligatorios que editó la Comisión Nacional
del Libro de Texto Gratuito, encabezada por Martín Luis Guzmán. En sus páginas
se condensaba la versión oficial de la historia de México que llevaba sin
solución de continuidad la gesta del pueblo mexicano del lado correcto de la
Historia desde la independencia, encabezada por Hidalgo, hasta los gobiernos
emanados de la Revolución, que no eran otra cosa que la encarnación del interés
nacional unívoco. El lado bueno estaba representado por los federalista, contra
los malvados centralistas; por los liberales, contra los pérfidos conservadores,
que habían traicionado a la patria trayendo a Maximiliano; por los
revolucionarios en bola –en el jarrito justiciero entraban apretujados todos
los bandos en lucha a partir del Plan de San Luis– que se habían rebelado
contra ese paradigma del mal que fue Porfirio Díaz, protector de terratenientes
despiadados y de empresarios extranjeros voraces, origen de toda la injusticia
nacional previa a la salvación que finalmente había encarnado en el culmen de
la justicia social el régimen del PRI.
De acuerdo
con aquellos textos, las grandes transformaciones posteriores al advenimiento
de la nación, este mismo producto de un acto de reversión justiciera de la
malvada conquista, habían sido la reforma, encabezada por el prócer Juárez; la
revolución iniciada por el apóstol Madero con su clamor no tanto democrático
como antirreelecionista, que confluyó con el reclamo justiciero de Zapata y el
agrarismo, y la recuperación de la soberanía nacional condensada en la
expropiación petrolera de Cárdenas y replicada por López Mateos –el presidente
en turno cuando se editaron los libros– con la nacionalización de la industria
eléctrica. El régimen del PRI era no solo heredero, sino consecuencia lógica
del triunfo de las causas populares contra los intereses extranjeros y oligárquicos.
Ideología pura, con muy poco de historia.
López
Obrador debe haberse fascinado con aquella edificante visión del destino
nacional. Los valores políticos que se arraigaron en su mente infantil fueron,
sin duda, muy parecidos a los que se reflejan en la encuesta aplicada por
Rafael Segovia a una generación un poco posterior. Los conozco muy bien porque
yo mismo estudié la primaria con aquellos libros, aunque a mi me tocaron ya en
su segunda edición, la de la portada con la Patria de Jorge González Camarena,
pero cuyos contenidos eran exactamente los mismos, con diferentes
ilustraciones, de aquellos que seguramente le tocaron al niño Andrés Manuel,
quien probablemente era muy buen estudiante en su escuela pública tabasqueña y
se los aprendió a consciencia.
Esa historia
de buenos y malos es la que se refleja cotidianamente en su discurso y en su
actitud política. Él representa de manera incontrovertible las causas del
pueblo bueno. Su cuarta transformación no es otra cosa que un nuevo impulso en
el sentido histórico correcto; él mismo se pretende un continuador de las
gestas de Juárez, Madero y Cárdenas –de los míticos de aquellos libros de
leyendas ilustradas, no los personajes históricos reales– y se imagina como
trasunto de los solemnes presidentes de su infancia: el día de su toma de
posesión recorrerá el trayecto entre el Palacio Legislativo y el Palacio
Nacional en coche descubierto, seguramente bajo una lluvia de papelitos de
colores, como aquel López Mateos que vio en los cortos de los cines de
Macuspana o de aquel Echeverría que gobernaba cuando llegó a estudiar Ciencia
Política a la UNAM.
Esa visión
polar de la historia nacional es una de las razones por las que su discurso
conecta tan bien con amplios sectores de la población, quienes también fueron
politizados por aquellos textos o por sus ediciones posteriores, siempre
guiadas por una intención de homogenización de las conciencias, como
corresponde a un régimen autoritario. La eficacia de aquel proceso de
legitimización fue tan eficaz que ha sobrevivido al régimen que justificaba.
López
Obrador puede calificar de conservadores a todos sus adversarios porque sabe
que eso de inmediato los va a meter en el saco de los malos en el imaginario de
la mayoría de la población. Arenga al ejército a que lo siga en su cruzada
personal porque lo ve no como un cuerpo profesional al servicio del Estado en
su conjunto, sino como una facción triunfante de una rebelión popular que debe
seguir sirviendo a su causa. La visión de la historia del nuevo presidente no
es la de un demócrata con un proyecto que se reconoce como parte de una
sociedad compleja y con intereses diversos y contrapuestos a la cual quiere
guiar durante un tiempo, sino la del salvador de la Patria que viene a
continuar una gesta histórica predestinada.
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