Salvador
Camarena.
En estos
días, la vida se ha convertido en trazar un mapa de dónde estuvimos y a quiénes
vimos en las últimas dos semanas, tiempo promedio de incubación del coronavirus
que está asolando el planeta.
¿Tuvimos
contacto con alguien que venía de Italia o España? ¿Convivimos con alguien que
en ese periodo, a su vez, había visto a personas que estuvieron en algún sitio
con muchos casos de coronavirus? ¿Viajamos a ciudades que han comenzado a
ponerse rojas en el mapa mexicano de Covid-19? ¿Qué de lo que hice los últimos
quince días pudo haberme expuesto al virus, a quién pude haber arriesgado yo
mismo?
Cada quién
debe responderse interrogantes como esas y, de ser el caso, ponerse en
aislamiento preventivo con más rigor del que deberíamos todos. O eso se espera
de cada uno de nosotros. Porque en la contingencia, y en tanto no entren en
vigor en México órdenes de aislamiento, toca a cada quien actuar de acuerdo con
su conciencia. Y eso, que aplica para la conducta personal, podría decirse
también para los actores públicos, como los empresarios.
Hace 40
días, en un bello edificio del Centro Histórico, a unos pasos del templo de San
Hipólito/San Judas, algunos de los más importantes líderes de la iniciativa
privada de nuestro país se reunieron para anunciar que se comprometían a
adoptar un decálogo para dar una nueva “dimensión social a las empresas”. Algo
de lo que ahí ocurrió esa mañana de febrero ya se los había contado aquí, pero
creo pertinente recordar otras cosas que se dijeron en ese acto.
Los
empresarios reunidos manifestaron una preocupación. En México, dijeron,
aquellas personas que tienen compañías o fábricas son vistos con suspicacia por
la población. Aparecen, de hecho, junto a los políticos en las encuestas que
miden desprestigio social.
Carlos
Salazar, líder del Consejo Coordinador Empresarial y un hombre consciente del
complejo momento que vive México, expresó esa mañana que no hay nada más lejano
a la realidad “que esas caricaturas en donde se dibuja al empresario mexicano
como un señor gordo vestido de frac, con un gran sombrero y anillos en sus
dedos. Esto ha hecho mucho daño a nuestra imagen”.
Cuando lo
oí, pensé por igual en Abel Quezada o en Naranjo. Pero no creo que a ellos se
refiriera Salazar al decir que se le había hecho daño al empresario. Es decir,
no creo que el regiomontano se estuviera quejando del trazo e ingenio de dos de
los mayores ilustradores de la prensa mexicana de todos los tiempos.
Lo que yo
entendí, a riesgo de estar equivocado, es que fueron precisamente algunos
comportamientos alejados de la ley, la ética y la empatía social los que
llevaron a que a los empresarios se les viera, en caricaturas y en la opinión
pública, como han sido algunos de ellos: gente que, para parafrasear al
presidente López Obrador, han hecho un arte de privatizar las ganancias
mientras que hacen públicas las pérdidas cuando la rueda de la fortuna les da
la espalda.
Eso fue en
febrero. El coronavirus ya hacía por entonces estragos en China y otros países.
Escasas siete semanas después, es hora de que los compromisos adquiridos por
los empresarios en esa mañana se traduzcan fehacientemente en acciones que,
antes que nada, protejan al máximo posible el empleo de millones de
trabajadores mexicanos.
Porque
apenas se sentían los primeros rigores de la crisis mundial por el Covid-19
cuando Alsea, que se ha cansado de ganar dinero en exitosas cadenas de comida
(es un decir) rápida anunciaba que para capear la crisis despedía trabajadores
y mandaría a su casa a otros de sus 80 mil empleados sin goce de sueldo. Además
canceló inversiones y gastos en publicidad.
Alsea forma
parte del CCE, signatario y promotor del decálogo que pretende dotar de
“dimensión social” a las empresas. Las críticas en las redes sociales no se
hicieron esperar. Ellos, los de Alsea, desoyen cuestionamientos: son una
empresa, les importa su dinero, y fin de la discusión. Pásenme el frac y mi
sombrero que ya me voy a donde no haya coronavirus, bola de mugrosos.
Los
mexicanos sabemos qué firmaron los empresarios hace 40 días: un propósito de
ser vistos como actores comprometidos con México. Dos meses después llega una
dura prueba de fuego para esa promesa.
Como en
aquella saga de malas pero exitosas películas gringas de dizque suspense, los
mexicanos sabemos lo que prometieron el mes pasado. Y cuando pase esta crisis,
que eventualmente tendrá que pasar, recordaremos a aquellos que se esforzaron
al máximo para cuidar a sus empleados, y también a aquellos que habiéndose
comprometido a dejar atrás la imagen de indolencia y vampirismo volvieron a
esos comportamientos del pasado que les ganaron a pulso caricaturas como
buitres.
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