El pasado 24 de enero, poco después
de las 10:00 de la mañana, un ataque armado sorprendió a los habitantes de
Oxchuc, un municipio tzeltal, pobre entre los pobres de este país.
No era el
primer ataque. En agosto pasado, en ese
lugar enclavado en los Altos de Chiapas, ya habían intentado secuestrar a Juan
Gabriel Méndez, un abogado indígena que ha encauzado el reclamo porque en ese
municipio, donde el 98.5% de la población habla la lengua tzeltal y se reconoce
indígena, se erradique el sistema electoral y se reconozca su derecho a
organizarse por usos y costumbres. El 24 de enero, resultó herido junto con
otras 16 personas.
La incursión violenta entró a tiros,
incendió casas y vehículos, persiguió a los habitantes del lugar que intentaron
refugiarse en la Iglesia, pues se supondría que una regla de honor procedente
del medioevo impide el derramamiento de sangre cuando se procura el llamado
“asilo en sagrado”. Pero los agresores incursionaron en el templo.
Durante las horas del brutal ataque,
los habitantes de Oxchuc sólo pudieron defenderse con palos, piedras, manos,
pero el poder de fuego naturalmente los superó y murieron Francisco Méndez
López, Víctor Santiz Gómez y Ovidio López Santiz.
Chiapas
tiene en el reclamo de derechos políticos un factor de violencia. Un día de
2014, en Chenalhó, un grupo de ciudadanos tzeltales tomó un taller de
transparencia, aprendió a realizar solicitudes de acceso a la información. Para
poner en práctica sus nuevos conocimientos, pidieron contratos de obra y
expedientes técnicos. En respuesta, el entonces presidente municipal José Arias
Vázquez ordenó el destierro –así, el destierro— de los solicitantes y decretó
“quemar vivos donde los encontraran” a los integrantes de la organización
ciudadana que organizó el taller.
Los derechos políticos, que en las
grandes ciudades de este país –así sea en simulación—son parte de una
normalidad y son inherentes a la noción de democracia, pueden detonar acciones
violentas, actos represivos, pues atentan contra el poder, en el caso de
Chiapas, caciquil.
En Oxchuc, el reclamo es por el tipo
de sistema electoral y ha llegado a ser tan mayoritario, que la alcaldesa María
Gloria Sánchez, postulada por el PVEM, fue depuesta y expulsada de la
comunidad. Ella, y su marido, Norberto Santiz, habían mantenido un cacicazgo
político de tres lustros hasta provocar el hartazgo ciudadano.
A diferencia de las masacres del
pasado, videos y fotografías del pasado 24 de enero circularon rápido en redes
sociales. Los habitantes de Oxchuc acusan a un grupo paramilitar controlado por
María Gloria. En los videos, lo que se aprecia es el tipo de uniforme
policiaco, el equipamiento que sólo provee el gobierno y que da fundamento a la
acusación de paramilitarismo.
El pasado
lunes, Jaime Martínez Veloz, quien hasta
hace unas semanas se desempeñó como comisionado para el Diálogo con los Pueblos
Indígenas de la secretaría de Gobernación, interpuso una denuncia ante un
ministerio público federal. Su demanda es que se nombre a un fiscal especial
que atienda de manera imparcial el caso.
Sin embargo, el asunto está manchado
por la política. Un
contexto de disputa entre el PRI y el PVEM por la definición de la candidatura
al gobierno del estado, así como el coqueteo del gobernador Manuel Velasco con
Morena, amenazan con perjudicar la indispensable actuación imparcial de la
procuración de justicia, tan claro que el secretario de Gobierno pidió que “las
partes confrontadas” respeten la ley y encaucen las diferencias por la vía del
diálogo. No habla de justicia, ante un ataque armado a civiles
desproporcionado, perpetrado por agentes relacionados con el partido que el
gobernador controla y en franca indiferencia federal.
Así que, por acción, omisión y
aquiescencia, estamos ante otra matanza de Estado que en el gobierno de Enrique
Peña Nieto se suma a Iguala y Nochixtlán.
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