Darío Ramírez.
La corrupción en México
la pagan los más pobres. Los más jodidos. A los que continuamente les
aseguramos la discriminación y la perpetua desigualdad.
De acuerdo con el INEGI las familias que subsisten con menos
de un salario mínimo gastan el 33 por ciento del ingreso familiar en algún acto
de corrupción. Para aquellas familias que tienen más del salario mínimo es el
14 por ciento de su ingreso se va a actos de corrupción. Los más pobres pagan la corrupción de los más ricos.
Esto explica muchas
cosas, pero, sobre todo, la pasividad y negligencia de la clase política para
atacar de frente la corrupción. Al final, literalmente, le pasan la factura a
los más pobres, mientras que a la clase política vive en su cómodo sistema
corrupto.
México, según el índice
de Transparencia Mexicana, ha caído 12 lugares en los últimos dos años. Hoy nos
colocamos en el lugar 135 de 180. Nuestra calificación por país es de 30 sobre 100. Si
cualquier estudiante tiene ese promedio de reprobación probablemente tendría
que dar de baja la escuela, para el
gobierno mexicano parece ser inocuo el dato de nuestra realidad. Obviamente de
la OCEDE somos el último lugar lo mismo que del G20. Una vergüenza a la cual
nos hemos acostumbrado.
Chile, por ejemplo,
cayó este año dos lugares en el citado índice. La respuesta del gobierno y
congreso del país sureño fue determinante. Han formado comisiones
especializadas para estudiar el problema y tomar acciones para atacar el
problema.
En México la respuesta
de nuestras autoridades fue: silencio. Ni una sola palabra mereció la vergüenza
internacional. Ni un escueto comunicado lleno de mentiras. Pero el silencio
gubernamental parece una oda a la impunidad.
Sin embargo, la
funcionalidad de la economía mexicana hace que sea una vergüenza útil para los
que detentan el poder político y económico. En otras palabras, el afianzamiento
de la corrupción como el aceite de nuestra sociedad, quehacer político y
económico está fijo porque así es la voluntad de los que detentan el poder.
Porque nos han hecho creer que “así es el sistema”, “así somos”, “está en
nosotros”. Pero ejemplos como Polonia, Brasil, Chile, Eslovaquia e Italia,
entre otros, nos recuerdan que cambios
profundos han sido posible.
El 79 por ciento de la
población en México cree que el problema de la corrupción es serio. El 14 por
ciento cree que es un problema. El 1 por ciento no cree que realmente sea un
problema. Así mismo, el 49 por ciento de la población cree que la corrupción es
muy frecuente y 40 por ciento frecuente, es decir, 89 por ciento cree que la
corrupción es parte frecuente de nuestras transacciones sociales. Los números
son una vitrina a nuestra incompetencia social para atender nuestros problemas
más serios.
Somos una sociedad
severamente incongruente entre lo que nos preocupa y lo que hacemos para con lo
que nos preocupa. Es decir, no resolvemos los problemas que más nos preocupan
como sociedad (corrupción e inseguridad). Estamos a la deriva.
Y la deriva radica en
que vivimos acéfalos de un verdadero y eficaz liderazgo político que conduzca
el cambio. Ninguno
de los tres candidatos que compiten por la presidencia aporta esa visión de
Estado y no tienen, ni la voluntad ni la capacidad para generar el cambio de
paradigma que es necesario. Ni los candidatos que compiten ni los partidos
políticos que los sostienen tienen evidencia clara y contundente sobre su
voluntad para luchar contra la corrupción. Ninguno.
Todos los partidos son o han sido gobierno y no han aportado
ningún cambio ni evidenciado un liderazgo claro para combatir la corrupción.
Hablan con una facilidad sobre su “compromiso” al combate a la corrupción
pensando, claramente, que la sociedad es idiota. La corrupción está en los
niveles que está por la voluntad política de todos los partidos para sostenerla
tal cual.
Por ello, los escenarios que se decantan para el 1 de julio y
los siguientes seis años va de lo malo a lo extremadamente malo (continuidad de
los últimos seis años), continuar con el
atraco monumental del actual gobierno (y sí, el candidato oficial es sinónimo
de la continuidad) puede llevar a México a los momentos más oscuros de su
historia porque la pregunta sería: ¿por qué cambiarían si la impunidad les
asegura bonanza y poder? Mientras que el tercero se hunde por los señalamientos
de actos de … corrupción sin una defensa eficaz.
Hemos perdido confianza (si es que alguna vez la tuvimos).
Somos una sociedad desencantada y enojada por la nuestra realidad. Pasamos de
decenas de miles de personas en la calle gritando por la aparición de los 43
estudiantes de Ayotzinapa a aceptar que nuestra realidad es la injusticia.
Nos piden que votemos, pero la confianza en las instituciones
y los personajes que las conducen es un bien escasísimo en nuestra
administración pública.
La corrupción que vemos
día a día en los medios, esa gran corrupción de los exgobernadores o de los
atracos desde las secretarías de estado, es una corrupción que conlleva un alto
diseño y conocimientos técnicos de contabilidad, derecho, economía y políticas
y administración públicas. Es decir, la corrupción no es la ficción del cine de oro
mexicano o de las películas de Estrada. No son los cómics o programas de
televisión del canal de las estrellas.
La corrupción que hoy
sufrimos, esa de los miles de millones de pesos del erario desaparecidos a
través de miles de contratos públicos y empresas fantasmas, es de una
sofisticación aguda y parece maquinaria suiza, es una sofisticada ingeniería de
la corrupción.
No la lleva acabo algún
bandido menor, hay muchísima inteligencia detrás de los sistemas de corrupción
en México.
Lo cierto es que la
corrupción de alto diseño para el atraco está doblegando al Estado mexicano.
Por ello, la pregunta que cabe, aunque el orgullo nacional de
algunos se exacerbe es: ¿No será tiempo
de pedir ayuda internacional?, ¿No será momento de idear un mecanismo con la
ayuda internacional que comience a restaurar la confianza en nuestras
instituciones y en nuestra democracia?, ¿No será momento de darnos cuenta de
que no estamos pudiendo solos y que necesitamos una mano de fuera?
El modelo de la CICIG –
Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala- puede ser una buena
plataforma para comenzar a idear lo que México necesita de la comunidad
internacional. Pensar que arrebataría la soberanía es un pensamiento arcaico.
Estamos ante la inminente necesidad de un cambio y nuestra
democracia -por más insípida que sea- nos debería de ayudar en algo.
Recientemente, invitado por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad,
visitó México el Juez Federal Sergio Moro, principal figura pública en el
combate a la gran corrupción en Brasil.
El Juez Moro en sus
diferentes intervenciones mencionó lo siguiente que tal vez quite los
nubarrones que tenemos y nos propicie inspiración que buena falta nos hace.
1. No es tarea de un
juez en solitario, al contrario, él es solamente una pieza del sistema. No es
trabajo de una sola persona.
2. El punto de
inflexión en Brasil fue el hartazgo de la sociedad civil, el haber mostrado el
músculo social.
3. Medios de
comunicación comprometidos con la veracidad y carácter público de la
información por el bien del país,
4. La voluntad política
de actores claves para generar el cambio.
Nuestra necesidad de cambio deberá estar recargada en una
canalización del enojo y hartazgo social como motor para el cambio. Tenemos que
mostrarnos más allá de tuits y post en Facebook. Tenemos que asegurarnos de un
cambio fundamental: construir un a Fiscalía General de la República, autónoma e
independiente que procure justicia sin los vaivenes y voluntad política del
Ejecutivo. Tenemos que cambiar nuestro
sistema de medios y refundar el periodismo en México. El primer paso,
claramente, desaparecer las partidas públicas destinadas a la publicidad
oficial (dígase propaganda).
Necesitamos retomar la confianza y pensar que podemos y
debemos cambiar nuestra realidad.
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