La memoria
como un ancla a la realidad que, por cualquiera de las vías de manipulación
colectiva, intenta deformarse: en 2006,
el arribo de Felipe Calderón a la Presidencia, con legitimidad cuestionada –en
un contexto de conflictos sociales en diferentes zonas del país–, quedó marcado
por el despliegue de tropas con que se inauguró la etapa de terror y violencia
que hasta hoy no se supera.
Calderón se defendía entonces y ahora: esa era la
única solución ante el avance del crimen organizado. Inamovible, su argumento
chocaba con la convicción de toda ciudad, pueblo y comunidad que hasta entonces
no vio perturbada su normalidad.
Los años que siguieron acumularon el
dolor de la muerte intempestiva por ataque irracional y fuego cruzado; por la
ausencia de miles que sabemos cenizas sembradas; por las pérdidas de patrimonio
o cargas de impuestos aparentemente criminales so riesgo de muerte. Vimos los
éxodos familiares buscando refugio seguro; los círculos inagotables de la
injusticia en el peregrinar de miles por instancias gubernamentales.
Habíamos llegado al quinto año de
gobierno de Calderón y las cosas seguían empeorando. Fue hace siete años cuando
el asesinato de un grupo de jóvenes en Temixco, Morelos, entre ellos Juan
Francisco Sicilia, detonó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
(MPJD), surgido en torno a la figura de un padre dolorido, Javier Sicilia.
La irrupción
del MPJD en la vida pública tuvo como
primera conquista dar visibilidad a las víctimas de la violencia, algo que, a
pesar de todo lo publicado en los años precedentes, no lograba hacer notar la
dimensión del daño más allá del discurso policiaco-militar.
La segunda
conquista fue que el MPJD pudo articular
a víctimas y organizaciones ciudadanas que hasta entonces realizaban esfuerzos
aislados. Aún más: juntos marcaron una agenda legislativa y de políticas
públicas que era y sigue siendo urgente.
Sin embargo,
el MPJD topó con la indiferencia
gubernamental, la incomprensión de un sector de la sociedad, inclusive la más
politizada, que se exasperó por la falta de posicionamiento político-electoral.
El saludo tuitero de Andrés Manuel López Obrador, el domingo, no puede borrar
la agresividad que permitió a sus seguidores durante estos años, no puede
corregir la indolencia de sus posicionamientos ni la ambigüedad con que abordó
la problemática en aquellos días críticos de 2011 y 2012.
Al MPJD se
le midió en muchos espacios, tanto oficialistas como críticos, con la misma
vara que se mide a los políticos, señaladamente, a partir del primer diálogo en
Chapultepec, donde Calderón desplegó histrionismo, respondió como en debate
político y expuso a las mujeres y hombres víctimas de la violencia una retahíla
de “logros” y “avances”.
Pocos repararon en que los ahí
presentes, Sicilia incluido, eran ciudadanos víctimas, que buscaban encontrar
unidad en torno a la búsqueda de justicia en un país donde reina la impunidad.
Cada historia daba cuenta de las complicidades, acciones y omisiones de los
agentes del Estado. Y toparon con el hasta hoy persistente muro de la
demagogia.
Con el paso de los meses, hubo
caravaneros que fueron asesinados; llegó el periodo electoral y quedaron fuera
de la agenda pública; por su pluralidad hubo desacuerdos; Emilio Álvarez Icaza
se fue a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), sólo para
regresar a jugar un rol penoso en la agenda 2018, año en el que, sin haber
escuchado y comprendido, seguimos contando víctimas, viviendo horrores y
padeciendo las mismas injusticias e impunidades.
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