Salvador
Camarena.
El motor de
la elección presidencial, y en buena medida de las elecciones en todo el país,
es un referéndum sobre alguien que no ha ejercido una posición de gobierno o
parlamentaria desde hace 13 años.
Pongamos que
Andrés Manuel López Obrador no gana el 1 de julio. Sobre la mesa de los
resultados de ese hipotético escenario tendríamos a un segmento aliviado por
haber logrado descarrilar lo que veían como un pésimo escenario para México.
Tendríamos a otro segmento encabritado. Y a otro más tratando de entender qué
pasó. Pero conjurado el peligro (según anayistas y pepistas, insisto), el país
entero tendría entonces que conocer lo que el ganador propone para México, lo
que se proponía más allá de evitar que López Obrador ganara. Estamos en una
elección donde todo gira en torno a AMLO. Las campañas son sobre él, en torno a
él, contra él, pero no a pesar de él.
Digo las
campañas en plural porque hay candidatos a gobiernos locales (Alejandra
Barrales, por ejemplo) que hacen campaña en contra de AMLO, y no es menor el
número de candidatos de Morena que hacen proselitismo (es un decir) básicamente
colgados de la figura de AMLO.
Claro, que
una campaña resulte marcada por quien va a arriba de las encuestas tampoco es
inusual. Para no ir más lejos, hace seis años la posibilidad de que el PRI
retornara a Los Pinos en la persona de Enrique Peña Nieto –proveniente de un
PRI rancio como lo es por definición el del Edomex–, generó polémica y
movilizaciones como la de los jóvenes del #YoSoy132.
Pero más
allá de quitarle puntos al puntero, qué quieren Ricardo Anaya y José Antonio
Meade aparte de ganar la elección para que no la gane López Obrador. Qué
campaña han hecho, qué intento han realizado por definir una contracampaña que
logre arrebatarle al Peje algo de lo que le ha dado impulso en esta elección:
el mensaje de que como vamos no vamos nada bien. Meade no ha, siquiera,
intentado una crítica, por mínima que sea, a la administración que lo parió.
Vaya, ni la invitación a Trump –que le costó la chamba a Videgaray– le parece condenable,
según vimos en el pasado debate. Van dos tercios de campaña y el cinco veces
exsecretario es incapaz de entender que la continuidad requería un deslinde,
que defender las reformas pasaba por reconocer las fallas, insuficiencias e
incluso la legitimidad de algunas resistencias ante las mismas. Meade propone
que le elijan con un discurso de superioridad técnica y moral que carece de
sustento si vemos no sólo sus compañías sino unos resultados, que se nos venden
como los únicos posibles, los únicos plausibles. Para él, no hay mejor gobierno
que el actual, por lo que podemos deducir que no había mejores candidatos a
secretarios de Desarrollo Social que él, Rosario Robles, Luis Miranda, y el
actual, que ni su nombre vale la pena mencionar.
Anaya, por su
parte, ha paseado en la campaña como esos sabiondos que sin haber conducido
nada –salvo una Cámara de Diputados que tuvo mucho de oficialía de partes del
Pacto por México y una carrera individualista hacia una candidatura– ven por
encima del hombro y declaran que lo van a hacer mejor, aunque en su momento ni
siquiera haya combatido ejemplarmente la corrupción en la mochebancada y en su
partido, ni haya destacado salvo en la sobrevivencia política (y en los
negocios inmobiliarios, claro está). Al llegar a la campaña, sus discursos o
son de una enjundia destemplada o resultan presentaciones llenas de píldoras
que hay que tragar, no debatir. Nunca entendió que para adueñarse de la idea de
que es el representante del cambio que sí conviene, había que tener, además de
estadísticas y fotos con la Merkel, sencillez para intentar ilusionar o
entusiasmar a los mexicanos que no hablan idiomas.
Pongamos que tuviéramos que elegir
sólo entre Meade y Anaya, entre mister “las cosas están requetebién” y mister
“no, están casi bien”. Sólo quieren ganarle al Peje, y que tras el triunfo todo
siga igual. ¿Alguna duda de por qué van perdiendo?
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