Martín
Moreno.
La política
tiene ciertos aires femeninos: poderosa, misteriosa, seductora y hasta
caprichosa. Tal vez de allí su encanto.
Y uno de esos caprichos que se
presentan invariablemente en la vida de un político, se le pondrá enfrente a
Enrique Peña Nieto la misma noche del próximo uno de julio, día de la elección
presidencial. Una especie de última llamada para intentar pasar a la historia
como un demócrata, aunque no lo sea. Para procurar resarcir su desprestigiado
nombre. Para lograr un momento que lo marque de manera positiva al hacer el
balance final de su gobierno, al menos, en el episodio de la transición
presidencial.
¿De qué
estamos hablando?
De que Peña
Nieto, el Presidente de la corrupción.
De que Peña
Nieto, el Presidente de la Casa Blanca.
De que Peña
Nieto, el Presidente de Odebrecht.
De que Peña
Nieto, el Presidente de Ayotzinapa.
De que Peña
Nieto, el Presidente de los 100 mil homicidios.
De que Peña
Nieto, el Presidente inculto.
De que Peña
Nieto, el Presidente aborrecido.
Enrique Peña Nieto tendrá, dentro de
prácticamente un mes, una oportunidad de oro, única e irrepetible dentro de su
agonizante sexenio, para intentar medianamente revertir su deshonra pública y,
como ocurre en las democracias consolidadas, reconocer – claro, siempre y
cuando así ocurra en las urnas a golpe de votos-, el triunfo de Andrés Manuel
López Obrador en la cada vez más cercana elección presidencial.
Sí, en una carambola del destino; en
una parábola de la política y si a Peña Nieto, a eso de las 2 de la tarde (a
esa hora en Los Pinos ya sabrán como vienen las tendencias electorales) le
confirman el triunfo de AMLO, entonces debería comenzar a darle los toques
finales al discurso de la derrota y salir por la noche a decir: “Las tendencias
favorecen a López Obrador…”.
Pero también
está el otro lado de la moneda:
La tentación de Peña Nieto de no
reconocer ese día la victoria de AMLO, a pesar de que así se lo confirmen las
encuestas de salida que le serán entregadas en su despacho y que, junto con el
PRI, algunos consejeros del INE y la bancada priista que opera en el TEPJF,
decidieran intentar un llamado “fraude patriótico” y no solo no reconocer la
victoria del candidato antisistema sino que, de paso, forzar el triunfo de
Anaya o de Meade – que hoy se encuentran a una distancia abismal de AMLO-,
llevando al país a un estado de inestabilidad social de gravísimas
consecuencias.
1/Julio/2018: ser o no ser un
demócrata.
He ahí el dilema para Enrique Peña
Nieto.
“Si Peña se
da cuenta, mes o mes y medio antes, de que Meade la tiene perdida, entonces no
va a hacer ese esfuerzo desesperado, si no que va a tratar de pactar con AMLO o
Anaya….”, advierte Jorge Castañeda en mi reciente libro “1/Julio/2018 Cambio
Radical o Dictadura Perfecta” (Random House/Aguilar).
Este punto
es fundamental.
Y ya estamos
a un mes de la elección presidencial.
Luego
entonces, Castañeda – profundo conocedor del sistema político mexicano y autor
del estupendo y necesario libro La Herencia: Arqueología de la Sucesión
Presidencial en México-, sabe perfectamente de lo que habla y advierte en mi
libro. (La entrevista en turno fue a finales de enero pasado). Desde entonces,
ya se vislumbraba esta posibilidad, con AMLO a la cabeza de las encuestas
promedio.
Imaginemos la escena, sin despegarnos
tanto de la realidad:
Uno de julio. Los Pinos. 2 de la
tarde. Reunido con Aurelio Nuño, Luis Videgaray y Eduardo Sánchez, Peña Nieto
revisa las tendencias de salida de la elección presidencial. No varían tanto de
las encuestas mostradas durante junio: López Obrador va adelante por más de 15
o 20 puntos (entre 7.5 y 10 millones de votos) de diferencia sobre Anaya,
mientras Pepe Meade se ahoga en un tercer lugar irremediable.
Peña se hunde en su sillón, abatido.
Sus colaboradores guardan silencio ante la derrota.
Peña Nieto sabe que llegaría este
momento y que deberá tomar una decisión histórica, acompañada, sea cual sea, de
cualquiera de las siguientes frases:
Saldré a reconocer por la noche el
triunfo de López Obrador…
O bien:
No reconoceré el triunfo de Andrés
Manuel. Prefiero que gane Anaya. A trabajar, señores…
No hay mayor margen de maniobra.
O se reconoce el triunfo del ganador,
o no se reconoce.
Así de sencillo.
¿Ya habrá
tomado una decisión Peña Nieto, a tan solo un mes de la elección presidencial?
Un verdadero demócrata no tendría
ningún conflicto interno: reconocería el triunfo de quien realmente ganara. Sin
chistar.
Pero Peña Nieto no es un demócrata.
Jamás lo ha sido.
ES PRIISTA. Y MEXIQUENSE.
¡Ups!
Si Peña Nieto reconoce el triunfo por
demás anticipado de AMLO – insisto: si esto ocurre finalmente en las urnas-,
pasará a la historia como un Presidente que tuvo la dosis suficiente de
democracia para reconocer, de cara a la nación, el triunfo de su odiado rival,
anteponiendo el interés nacional por encima del trauma personal. Los mexicanos
se lo reconocerían y así, lograría rescatarse a sí mismo, aunque sea en parte,
mostrándose como un mandatario respetuoso de la voluntad mayoritaria. Sí, como
cuando Zedillo reconoció el triunfo de Vicente Fox.
Pero si Peña Nieto decide escuchar a
sus demonios priistas, y se decide por buscar un “fraude patriótico” del cual
tanto se habla hoy, negándole el triunfo al ganador legítimo, entonces de una
vez hay que prepararnos para un episodio de alta inestabilidad, violencia y
crisis en todos los órdenes, al no respetarse el voto de la mayoría.
Peña Nieto tiene la palabra.
Demócrata o sátrapa.
He ahí su
dilema.
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