Gustavo De
la Rosa.
Alguna vez
Putin citó a Einstein, “no sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, sólo sé que
la cuarta será con piedras y lanzas”; es importante notar que esto lo haya
expresado uno de los líderes mundiales que, efectivamente, pueden estallar esta
tercera guerra, porque de su boca es más que una reflexión intelectual, es una
advertencia.
No soy quién
para dar consejos ni opinar qué deben hacer los grandes líderes que pueden
desatar esta guerra porque, a fin de cuentas, es su responsabilidad y la
posibilidad que tenemos de influir en sus decisiones es muy limitada; aún así,
a mis casi 74 años, vividos todos bajo la amenaza de la guerra atómica (se
decía entonces), puedo recordar cada vez que temimos el estallido de otra
guerra mundial, y el miedo que nos invadía en cada ocasión.
Nací a
principio de 1946, unos meses después de que Estados Unidos realizó el
bombardeo nuclear de Japón; tengo recuerdos aislados de 1950, cuando nació mi
sobrina-hermana Carola y después Marisela, en 1951, pero mi primer recuerdo
vinculado a una realidad incierta fue el juicio contra los hermanos Rosenberg.
Mi memoria
me trae trozos de lo que se comentaba en casa; mi padre, quien informaba a mi
madre y a cualquiera de los hermanos que quisiéramos escuchar de lo que sucedía
en el mundo, dijo que iban a ejecutar a unos espías acusados de haber robado
información sobre la construcción de la bomba atómica, información que
vendieron a los rusos y que ahora los rusos tenían su propia bomba. También nos
contó que, según los medios, los Rosenberg no reconocían ser espías, pero que
Estados Unidos tenía que poner un ejemplo para que no hubiera más traidores.
Yo sólo
tenía siete años y apenas alcanzaba a percibir un temor que me indicaba “los
rusos tienen bombas atómicas, y pueden explotarlas en El Paso, porque allí está
el Fort Bliss”; aunque nosotros vivíamos en la Comarca Lagunera, teníamos
hermanas y familiares allá, que nos decían que la radiación atómica podía
llegar hasta nuestro hogar. Desde entonces temí a esta posibilidad, de la que
ni mi padre por fuerte, valiente e inteligente, ni mi madre por bondadosa, nos
podrían proteger.
Cuando ya
tenía 10 años, supe de la crisis en la Unión Soviética (para entonces ya sabía
que se llamaba así, y no Rusia) debido a que su nuevo dirigente, Nikita
Kruschev buscaba romper con el pasado en aquel conjunto de países, y que esa
ruptura podía desencadenar un conflicto con Estados Unidos; otra vez sentí
aquel miedo sin salvación, aunque mi padre decía que no había posibilidad de un
conflicto atómico, porque primero se destruirán aquellas dos naciones, ya que,
decía, tenían bombas nucleares de hidrógeno, un centenar de veces más potentes
que las de Hiroshima y Nagasaki.
Acabó la
década de los 50, triunfó la Revolución cubana y en Estados Unidos Kennedy ganó
las elecciones, tensando las relaciones con la isla liberada; yo ya con 14
años, comprendía el entorno mundial que publicaba la prensa y viví la angustia
de la invasión fallida a Bahía de Cochinos. La crisis de los misiles, en
octubre de 1962, fue el episodio más angustiante de aquella cadena de sustos;
durante aquellos días no dormíamos, esperando en cualquier momento el estallido
nuclear (para entonces ya no se decía atómico, sino nuclear).
Mi padre y
sus amigos de la fábrica Celulosa donde trabajaba, a 100 kilómetros al poniente
de la ciudad de Chihuahua, calculaban que sí nos alcanzaría el impacto de las
bombas que caerían en El Paso (siempre El Paso, por el bendito Fort Bliss), y
yo, de 16, no sólo escuchaba sino que también discutía con mis amigos, y
tímidamente con los adultos, y siempre llegábamos a la conclusión de que, si no
moríamos por la explosión o la radiación, moriríamos por los efectos
posteriores al conflicto bélico.
Aquellos
fueron días de terror silencioso, sabíamos que muchos norteamericanos, tal vez
algún Hickerson gabacho, tenían bunkers, pero tampoco era seguro que se
salvarían del estallido, además, ¿qué comerían y cómo sobrevivirían al salir de
nuevo a la superficie? Afortunadamente, al finalizar octubre, Kennedy y
Kruschev llegaron a un acuerdo y se superó la destrucción mutuamente asegurada.
Dimos
largos, larguísimos suspiros, se realizaron misas de gracias y sentimos que
volvimos a nacer, sobre todo nosotros los jóvenes adolescentes, pues nuestro
miedo a lo desconocido alteraba la proporción de lo que verdaderamente sucedía.
Posteriormente hubo otros momentos críticos, la guerra de las galaxias de
Reagan, la caída de la Unión Soviética, la guerra de Vietnam, la invasión a
Irak, la eterna guerra entre palestinos y judíos, y las bravatas de Corea del
Norte, todo con la amenaza de un apocalipsis nuclear como solución final.
Y ahora
iniciamos la década con un conflicto que otra vez hace sonar el tamtam nuclear;
los presidentes norteamericanos siempre han usado las guerras para enfrentar
sus problemas internos, una táctica vieja como la Roma del César, y aunque soy
optimista, porque he vivido peores momentos, sí me preocupo, pues no he podido
evitar, desde que tengo uso de razón, temer aquella nube en forma de hongo que
parece dibujarse, con mayor o menor claridad, cada ciertos años en el
horizonte.
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