lunes, 4 de septiembre de 2017

Anaya, la derrota de las victorias.

Salvador Camarena.

La pesadilla de Germán Martínez al frente de la dirigencia nacional del Partido Acción Nacional (2007-2009) nunca fue que durante su gestión se perdieran elecciones. Lo que quitaba el sueño a ese abogado michoacano era la posibilidad de que el PAN se le deshiciera en las manos.

Germán renunciaría como líder nacional panista en julio de 2009, a las pocas horas de un duro descalabro para su partido en las elecciones intermedias de ese año. Había pasado algo terrible, una derrota en toda la línea, pero no había pasado lo peor: el PAN tenía experiencia en descalabros y podría recuperarse, como de hecho lo hizo.

Ocho años después de esa renuncia, Acción Nacional se encuentra sumido en una grave crisis institucional, en la que Ricardo Anaya, presidente de ese organismo, ha perdido lo único que tenía: el control total de las decisiones blanquiazules.


Anaya es un producto del actual sexenio. Nació a nivel nacional en los comicios de 2012, y al amparo de Gustavo Madero, desde la Cámara de Diputados (2012-2015), consolidó un meteórico ascenso.

Como se sabe, el joven queretano muy pronto mataría al padre y –desterrado Madero a Chihuahua, diezmados los calderonistas, cooptados los yunques y aliado con Yunes– concentraría para sí toda la interlocución con el gobierno federal, negando a todo aquel que no fuera su incondicional relevancia en el partido o en las cámaras.

Las victorias electorales de 2016 del PAN (cuando sola o en alianza esa organización ganó Aguascalientes, Tamaulipas, Chihuahua, Durango, Veracruz, Quintana Roo y Puebla) consolidaron a Anaya el individualista, un líder que apenas si tiene en Santiago Creel un consejero de mediana estatura, que basa su fuerza en un grupo compacto, leal y hasta cierto punto eficiente, más sin mayor ascendencia ni dentro del PAN ni fuera de éste.

Al llegar las derrotas de junio de 2017 (Coahuila sigue en calidad de perdida para el blanquiazul), la magia del 'Chico Maravilla' se abolló, pero él no supo reconocerlo.

De las tres gubernaturas disputadas hace tres meses, naufragó en el Estado de México, no tiene segura la apelación coahuilense y aunque ganó Nayarit, éste no importa gran cosa (en parte porque el nuevo gobernador es un junior que obedece a su clan antes que al PAN, en parte porque el peso estratégico de esa entidad es cercano a cero).

Con eso en la espalda llegó la renovación de los órganos de dirección de las cámaras.

Anaya pensó que podría seguir solo, sin alianzas internas. No entendió que el gobierno ya no reparará, de aquí a julio de 2018, en miramiento alguno. Viene el cerrojazo del sexenio, lo que incluye una agenda para colocar al precio que sea, en puestos clave, a los incondicionales.

Por ello el PRI bloqueó los nombramientos de los anayistas en el Senado y abrió la puerta a un grupo de senadores panistas que vieron en el episodio la ocasión para la revancha de los ninguneos de Anaya.

Estamos ante una fractura mayúscula en el PAN, que navega sin líder dada la negativa de Anaya por decidirse entre la candidatura presidencial o la conducción del partido.

En palabras de un experimentado panista, es que “todos pactan hacia afuera, pero hace falta pacto hacia adentro”.

Pobre PAN, con dos adelantados precandidatos, unos cuatro medianos, pero cero conducción.

Imaginen la borrachera en el PRI: si este PAN lleno de triunfos se suicida, 2018 será tricolores vs. Morena. No se puede creer tanta fortuna, celebran en Insurgentes Norte.


Luego de sus victorias, a Anaya el partido se le deshace en las manos. Vaya pesadilla.

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