Jorge Zepeda Patterson.
Darle a los militares el permiso
legal para que sigan haciendo lo que ya hacían me recuerda el pasaje aquel del
Principito en el que un rey de un planeta al que nadie obedecía se le pasaba
dando órdenes a posteriori para hacen sentir la autoridad que no tenía: “te
ordeno que te sientes”, decía apresurado un instante después de que el
personaje de la novela de Saint-Exupéry se había sentado. Un mandato para revestir de
autoridad y legalidad a una realidad que negaba ajustarse a sus deseos. El rey
decidió adecuar sus deseos y sus órdenes a la caprichosa realidad.
Algo así está sucediendo ahora.
¿Resulta imposible que el ejército no cometa violaciones al actuar como
policías?: pretendamos que son policías. A partir de la aprobación de la Ley de
Seguridad Interior hace unos días, el ejército tendrá la cobertura legal para
asumir algunas atribuciones policiacas; algo que ha venido haciendo
ininterrumpidamente desde diciembre de 2006 cuando Felipe Calderón lo sacó de
los cuarteles para dar piñatazos por todo el territorio contra el avispero de
los cárteles de la droga. Lo que se creyó sería una operación rápida y
contundente terminó transformándose en una campaña de ocupación permanente y
continuada a lo largo de una década.
Por lo
demás, la ausencia de una justificación jurídica nunca impidió en el pasado que
el ejército fuera usado por los presidentes como una especie de policía
política. En los años setenta fueron el ariete para perseguir movimientos
guerrilleros en las principales ciudades del país y en las montañas de
Guerrero, asumiendo tareas de investigación y procesamiento propias del
ministerio público.
La nueva Ley de Seguridad no cambiará
nada en términos prácticos salvo permitir que los generales duerman mejor
cuando se vayan a la cama. Y es que a medida en que las violaciones a los
derechos humanos se han venido acumulando, los militares han temido a la
fragilidad jurídica con la que operan, lo cual eventualmente podría voltearse
en contra de ellos.
Los soldados
no son policías ni fueron capacitados para la investigación detectivesca. La forma en que interroga un
sargento no es precisamente un despliegue de lógica deductiva a la Sherlock
Holmes; la manera en que catea un sitio un pelotón dista de ser un manual de
respeto a la escena del crimen. En los últimos años docenas de oficiales han
sido llevados a tribunales para que respondan por violaciones jurídicas de
distinta índole en contra de la población civil. En un momento dado los
generales sintieron que corrían el riesgo de que los políticos que los sacaron
de los cuarteles comenzaran a usarlos de chivos expiatorios y decidieran
meterlos en la cárcel. Exigieron su
“permiso para matar” y ahora lo tienen.
En términos prácticos las nuevas
leyes tendrán escaso impacto en la situación que impera. Pero a mediano plazo
las consecuencias son más que preocupantes. Otorgan una puerta de entrada a las
tentaciones intervencionistas que puedan anidar generales con ánimos
mesiánicos. La misma cobertura que permite tener injerencia en asuntos que
competen al crimen organizado favorecen el involucramiento en cualquier agenda
civil si así se lo proponen.
Pero más preocupante aun es el hecho
de que legitimar policialmente a los militares retrasa inexorablemente la única
posibilidad de atacar el problema de fondo: mejorar los cuerpos policiacos. Los
militares hacen mal el papel de los policías, pero estos, los policías, lo
están haciendo peor.
Nunca
saldremos del problema si no resolvemos esta contradicción. Por ahora, como
siempre, los políticos simplemente se han quitado el problema de encima dando
gusto a los militares y dejando la solución del entuerto para otro momento,
para el turno de otro.
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