Jorge Javier Romero Vadillo.
Finalmente
ha sido impuesta la ley marcial como negación del Estado civil y constitucional
para enfrentar a la delincuencia y la ola de violencia en la que se ha hundido
el país durante la última década.
Ley marcial, sí, en todos sus
términos, pues la recientemente aprobada Ley de seguridad interior no es otra
cosa que la aceptación de las autoridades civiles de su incapacidad para llevar
a cabo su función básica de brindar a la ciudadanía seguridad en sus vidas y
sus propiedades.
En un
consenso claro sobre su propio fracaso, los gobernantes de los tres partidos
que encabezan al gobierno federal y a los de las entidades federadas han dado
su apoyo a un ordenamiento que le concede a las autoridades militares el
control supuestamente temporal de determinados territorios del país en los que
la situación de violencia y delincuencia ha alcanzado grados de emergencia. Cualquiera
que lea una buena definición enciclopédica de lo que significa la imposición de
la ley marcial encontrará que, aunque temporal en teoría, se trata de una situación que puede extenderse indefinidamente.
La propia ley aprobada parte de este
supuesto: establece un plazo máximo de vigencia de las declaratorias de
afectación a la seguridad interior que ameriten el despliegue de las fuerzas
armadas en tareas que la constitución expresamente les prohíbe, pero abre la
posibilidad de que esta sea prolongada indefinidamente.
También, como en toda ley marcial, se crea un marco
para que las operaciones militares se den sin transparencia ni efectiva
rendición de cuentas, pone en manos de comandantes militares el control de las
operaciones, con lo que pasa por encima del artículo 21 constitucional, y NO crea
contrapesos legislativos y judiciales efectivos para vigilar y limitar la
arbitrariedad castrense.
Todos estos
argumentos fueron expuestos con precisión por quienes nos opusimos a la
aprobación de la ley. La respuesta más frecuente de quienes se empecinaron en
aprobar a toda costa esta norma, que implica un retroceso grave en la
accidentada construcción de una democracia constitucional en México, fue que no
habíamos leído las iniciativas, o los dictámenes o las minutas, dependiendo del
momento en que se daba la discusión. Según ellos, ni el director del Instituto
de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, ni el presidente de la Comisión
Nacional de los Derechos Humanos, ni el director de derecho de la Universidad
Iberoamericana, ni los investigadores de la División de Estudios Jurídicos del
CIDE, los académicos del ITESO, de la UNAM o de la UAM que expresamos nuestras
serias preocupaciones habíamos leído sus justas propuestas. Otras veces
simplemente mentían y afirmaban que lo que se iba a aprobar no decía lo que
nosotros decíamos que decía o que lo malinterpretábamos.
Esa actitud en el debate es muestra
clara de la hipocresía con la que la coalición política que impulsó el
inconstitucional ordenamiento –en la que participaron el PRI y sus satélites,
pero también buena parte del PAN y los gobernadores del PRD– ha impuesto esta
versión de la ley marcial: sin aceptar que de eso se trata, ni reconocer que es
una ley de emergencia ante su inepcia.
Muy a la
mexicana, en el país de los eufemismos y las ficciones aceptadas, no quisieron
reglamentar el artículo 29 constitucional, con lo que la suspensión de
garantías hubiera sido limitada y claramente vigilada por el Congreso. Revivieron el concepto de seguridad
interior, una antigualla jurídica decimonónica, referida a las asonadas
militares, las rebeliones y los intentos de secesión de los estados, pero sin
definirla con precisión, dejándola a la interpretación de la voluntad presidencial,
como si estuviéramos aún en la época de la arbitrariedad porfiriana o en los
tiempos del poder ejecutivo omnímodo del régimen del PRI.
Frente a la
tragedia provocada por la debilidad histórica del Estado mexicano y la
ineptitud reiterada de los gobernantes, incapaces de reducir la violencia por
otra vía que no sea la venta de protecciones particulares y la negociación de
la desobediencia de la ley, mera entelequia a lo largo de la historia de este
país, la salida es desplegar la fuerza militar sin contrapesos. Sordos ante las
opciones planteadas –que incluían la posibilidad de un régimen claramente
transitorio para enfrentar la emergencia, la necesaria creación de fiscalías
que sirvan, capaces de hacer cumplir a cabalidad el artículo 21 de la Constitución
y la urgencia de reenfocar la política de seguridad con base en un modelo de
gestión civil, basado en la prevención y la investigación seria de los delitos
por parte de policías profesionales bien capacitadas, equipadas y remuneradas,
con un calendario para su establecimiento definitivo– optaron por institucionalizar una estrategia –el despliegue militar–
claramente fallida, que no ha resuelto en nada la crisis originada por una
política de drogas estúpida en todas sus dimensiones.
Lo más triste es que buena parte,
tanto de los políticos como del resto de la sociedad, ven con naturalidad el
desaguisado legislativo. Gobernadores que aceptan complacientes, cuando no
gustosos, que la federación usurpe sus facultades constitucionales, ciudadanos
que aceptan el recorte de sus derechos y libertades en nombre de una hipotética
seguridad que, sin embargo, no llega, políticos autoproclamados liberales que
impulsan una ley contra la limitación del poder, un candidato presidencial que
le dice a su grey que no se preocupen porque él no van a usar la ley para
reprimir al pueblo, como si la bondad o perversidad de un ordenamiento jurídico
dependiera de la benevolencia de los gobernantes, otro que se pretende el faro
de la modernidad pero considera la militarización de la seguridad el camino
correcto, un tercero incapaz de disciplinar a su propio partido, donde las
tentaciones autoritarias abundan.
Y detrás de
todo, la profunda incomprensión de buena
parte de la sociedad mexicana de la relevancia de la universalidad de los
derechos humanos, como si de una excentricidad de intelectuales se tratase;
como si la frontera entre los buenos –merecedores de derechos– y los malos
–merecedores de torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales– fuera
nítida y las fuerzas armadas, absurdamente idealizadas como heroicas, fueran
infalibles al detectar la diferencia entre unos y otros.
El desprecio
por los derechos fundamentales y el debido proceso entre buena parte de la
sociedad mexicana, sobre todo entre sus elites, es una mala noticia en la
construcción de un orden civilizado para el país, que por fin nos libre de la
arbitrariedad y la depredación de unos cuantos.
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