Jorge Javier Romero Vadillo.
Crecí en una ciudad de México mucho
menos violenta que la de hoy, pero donde la policía era igual de arbitraria e
inepta. Aprendí desde niño que había dos vías racionales para tratar con sus
agentes: o sobornarlos con mordidas o hacer alarde de influencias para
aplacarlos. Como todo habitante de la ciudad (y del país) no aprendí ni a
respetarlos, ni a considerarlos servidores públicos confiables. Los sabía
abusivos y arbitrarios. Cualquiera que conociera las instituciones informales de la ciudad y del
país sabía que la posibilidad de violar la ley dependía de la disposición a
pagar por la desobediencia de acuerdo con la infracción cometida. Así, las clases medias y altas lidiaban con
policías dóciles y obsecuentes, los delincuentes compraban protecciones
particulares, siempre y cuando no se pasaran de la raya, y los más débiles eran
víctimas de toda clase de humillaciones y agravios. Una policía para la
desigualdad a la medida del arbitrarismo del régimen del PRI.
Viví mi adolescencia en los tiempos
del Negro Durazo, cuando ser joven te hacía sospechoso, sobre todo si se usaba
el pelo largo o se tenía aspecto de mariguano. Yo era un atildado estudiante de un
colegio particular conservador, tímido y apocado, que no iba a fiestas ni
andaba de noche por las calles, así que
nunca me enfrenté a la banda de extorsionadores con uniforme comandados por el
falso general, amigo personal del presidente de la República, pero sí supe de primera mano de muchos
casos de apañe de conocidos que fueron detenidos, atemorizados y vejado, a los
que les sembraron mariguana y le imputaron falsos delitos con el objetivo de
extorsionar a sus padres.
En mi juventud de militante de
izquierda participé en actos contra las razzias que el jefe policiaco de
entonces, un general con el paradójico apellido Mota, emprendía para
aterrorizar a los jóvenes de barrios populares con el pretexto de combatir el
consumo de drogas. En aquellos tiempos de crisis, la policía
seguía siendo ineficaz para garantizar la propiedad y la seguridad de los
ciudadanos y los crímenes de mayor impacto los resolvía con frecuencia
fabricando culpables o con confesiones logradas con tortura. Los policías
preventivos eran molestos; los
judiciales eran aterradores. Cuando el terremoto de 1985, entre los
escombros de la procuraduría capitalina aparecieron
coches policiacos con cadáveres en los maleteros. También en aquellos años
flotaron cuerpos en el río Tula producto de los excesos policiales.
Me dirán que
eso era en los tiempos del régimen autoritario. Sin embargo, en carne propia
conocí la supuesta depuración que de las policías hizo Andrés Manuel López
Obrador y su modernizador secretario de Seguridad Pública, Marcelo Ebrard: el
23 de octubre de 2002, a eso de las once de la noche, circulaba yo por la
colonia del Valle rumbo a mi casa, que estaba a un par de cuadras, cuando me
detuvo una patrulla. En efecto yo había bebido de más, pero no había cometido
infracción alguna. No debía estar conduciendo, es cierto, pero lo que ocurrió
estuvo muy lejos de un acto de protección de la ciudadanía contra un conductor
ebrio. Paré el coche y bajé un poco la ventanilla. El agente se acercó y me
pidió mis documentos. Yo le dije que él no era agente de tránsito y que no
tenía por qué detenerme. El me exigió mis documentos y le contesté que en
efecto había bebido, que estaba a una calle de mi casa y que no me iba a dejar
extorsionar. Que en todo caso llamara a la policía de tránsito para detenerme.
Entonces el
policía bajó a la fuerza el cristal de la ventana del auto, abrió la puerta, me
esposó y me arrastró a la patrulla donde comenzó a pegarme con el tolete debajo
de la oreja izquierda con violencia iracunda. Antes de perder el sentido llegué
a preguntarle que por que me pegaba. Cuando recuperé el conocimiento estaba en
un calabozo de la delegación Benito Juárez sin zapatos y ensangrentado. Pedí
que me dejaran hacer una llamada y el personaje que recorría las celdas me dijo
que eso sería cuando a él le diera la gana. Finalmente, a las diez de la mañana
pude hacer la llamada a la que supuestamente tenía derecho.
Daba la
casualidad de que dos de los subprocuradores del Distrito Federal de entonces
eran mis amigos y me sabía de memoria el teléfono de la oficina de uno de
ellos, así que marqué ahí en lugar de a mi casa, donde mi pareja estaba al
borde del colapso. La secretaria particular de mi amigo me dijo que ya estaban
al tanto de mi desaparición y que me estaban buscando, pero en ninguna
delegación les habían dado razón de mí. Le dije dónde estaba y colgué.
A los pocos
minutos, casi instantes, todo cambió como por ensalmo. Apareció el médico
legista y el juez cívico; el arrogante que no me había permitido llamar puso
cara de cordero rumbo al sacrificio y poco tiempo después llegaron mi novia y
muchos amigos a los que ella había movilizado desde la madrugada. Había estado
desaparecido por la policía durante casi doce horas. Me habían golpeado y
robado todas mis pertenencias, incluidos los zapatos, que eran nuevos. Después
de revisarme, cosa que debió de haber hecho desde que me arrojaron ahí los
agentes, el médico le dijo a quienes estaban conmigo que me llevaran al
hospital. Estuve hospitalizado durante una semana por el edema cerebral que me
provocaron los golpes y perdí parcialmente la audición del lado izquierdo. Los policías fueron detenidos y juzgados,
pero no por justicia, sino por mis relaciones. Los gastos de hospitalización
los pagó mi seguro, no el gobierno de la ciudad.
No sé qué haya pasado exactamente con
el joven Marco Antonio Sánchez, pero poca duda me cabe de que fue víctima de la
arbitrariedad y la estulticia de la policía capitalina; seguramente fue
golpeado con saña y probablemente le robaron lo que traía y lo fueron a botar
en algún descampado. Habrá que esperar a las investigaciones, si es que
ocurren, pero conozco a esta inepta y abusiva policía de primera mano. Y sé de
la complicidad de los gobiernos pretendidamente de izquierda, que han mantenido
su putrefacta estructura. Nadie en su sano juicio se llama a sorpresa cuando en
el Índice de imperio de la ley, publicado ayer por el Proyecto de Justicia
Mundial, México ocupe el lugar 92 entre 113 países.
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